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experto como un aedo las desdichas funestas de todos los argivos y las tuyas.
Pero dime también esto y cuéntanos con precisión si viste a algunos de tus
heroicos compañeros, los que a tu lado marcharon contra Troya y concluyeron
allí su destino. La noche esta es muy larga, infinita, y todavía no es hora de
dormir en el palacio. Cuéntame prodigiosas hazañas. Que yo puedo aguantar
hasta la divina aurora, siempre que tú quisieras seguir relatando en esta sala
tus aventuras».
Respondiéndole el muy astuto Odiseo le dijo:
«Poderoso Alcínoo, venerado por todas las gentes, hay un tiempo de largos
relatos y también un tiempo para el sueño. Pero si aún sigues deseoso de oírlos
no voy yo a negarme a contarte otros hechos aún más lamentables, las
desgracias de mis camaradas que murieron después de escapar del tumultoso
combate con los troyanos y que perecieron a su regreso por las insidias de una
mala mujer.
»Cuando luego dispersó con rumbos varios la santa Perséfone las almas de
las famosas mujeres, llegó el alma de Agamenón Atrida, apenada. En derredor
de ella se habían congregado las de quienes junto a él murieron y concluyeron
su destino en la mansión de Egisto. Al momento él me reconoció, y apenas me
vio ante sus ojos, empezó a gemir sonoramente, al tiempo que vertía copiosas
lágrimas, tendiendo hacia mí sus brazos, con ansias de abrazarme. Pero ya no
había en él ni firme fuerza ni vigor alguno, como antes solía tener en sus
flexibles miembros. Al verlo también yo rompí en llanto y le compadecí en mi
ánimo, y llamándole le dije estas palabras aladas:
»“Gloriosísimo Agamenón, caudillo de las tropas, ¿qué destino de muerte
cruel te abatió? ¿Acaso te hundió con tus naves Poseidón ahogándote en una
tempestad inmensa de salvajes vientos? ¿Es que te dieron muerte guerreros
enemigos en tierra firme cuando les arrebatabas sus vacas o sus buenos
rebaños de ovejas? ¿O fue batallando por una ciudad o por mujeres?”.
»Así le dije, y él en respuesta me contestó:
»“Divino hijo de Laertes, muy mañoso Odiseo, no me hundió Poseidón
con mis naves echándome encima una inmensa tempestad de salvajes vientos,
ni me dieron muerte guerreros enemigos en tierra firme, sino que Egisto había
tramado mi muerte y mi final y me mató con ayuda de mi maldita esposa, tras
invitarme a su casa, en medio de la cena, como se mata a un buey ante el
pesebre. De ese modo acabé con tristísima muerte. A mis lados fueron
asesinados otros compañeros, sin piedad, como cerdos de blancos colmillos a
los que sacrifican en la casa de un hombre opulento y muy poderoso para una
boda o un banquete colectivo o una esplendorosa fiesta. Has asistido ya a la
masacre de muchos guerreros caídos en combate individual o en el tremendo
tumulto de la batalla, pero al ver aquel espectáculo te habrías estremecido a