Page 326 - El ingenioso caso de don Quijote de la Mancha
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Este hará veinte y dos años que salí de casa de mi padre, y en todos ellos, puesto que he escrito

                  algunas cartas, no he sabido dél ni de mis hermanos nueva alguna; y lo que en este discurso de

                  tiempo he pasado lo diré brevemente. Embarquéme en Alicante, llegué con próspero viaje a Génova,

                  fui desde allí a Milán, donde me acomodé de armas y de algunas galas de soldado, de donde quise ir

                  a sentar mi plaza al Piamonte; y estando ya de camino para Alejandría de la Palía, tuve nuevas que
                  el gran duque de Alba pasaba a Flandes. Mudé propósito, fuíme con él, servíle en las jornadas que

                  hizo, halléme en la muerte de los condes de Eguemón y de Hornos, alcancé a ser alférez de un

                  famoso capitán de Guadalajara, llamado Diego de Urbina, y a cabo de algún tiempo que llegué a

                  Flandes, se tuvo nuevas de la liga que la Santidad del Papa Pío Quinto, de felice recordación, había

                  hecho con Venecia y con España, contra el enemigo común, que es el Turco; el cual en aquel mesmo




                  tiempo había ganado con su armada la famosa isla de Chipre, que estaba debajo del dominio del

                  Veneciano: pérdida lamentable y desdichada.

                  Súpose cierto que venia por general desta liga el serenísimo don Juan de Austria, hermano natural

                  de nuestro buen rey don Felipe; divulgóse el grandísimo aparato de guerra que se hacía; todo lo cual

                  me incitó y conmovió el ánimo y el deseo de verme en la jornada que se esperaba; y aunque tenía
                  barruntos, y casi promesas ciertas, de que en la primera ocasión que se ofreciese sería promovido a

                  capitán, lo quise dejar todo y venirme, como me vine a Italia. Y quiso mi buena suerte que el señor

                  don Juan de Austria acababa de llegar a Génova; que pasaba a Nápoles a juntarse con la armada de

                  Venecia, como después lo hizo en Mecina. Digo, en fin, que yo me hallé en aquella felicísima

                  jornada, ya hecho capitán de infantería, a cuyo honroso cargo me subió mi buena suerte, más que

                  mis merecimientos. Y aquel día, que fue para la cristiandad tan dichoso, porque en él se desengañó
                  el mundo y todas las naciones del error en que estaban, creyendo que los turcos eran invencibles por

                  la mar, en aquel día, digo, donde quedó el orgullo y soberbia otomana quebrantada, entre tantos

                  venturosos que allí hubo (porque más ventura tuvieron los cristianos que allí murieron que los que

                  vivos y vencedores quedaron), yo sólo fui el desdichado; pues, en cambio de que pudiera esperar, si

                  fuera en los romanos siglos, alguna naval corona, me vi aquella noche que siguió a tan famoso día

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