Page 117 - Santa María de las Flores Negras
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Los amigos se instalan bajo las estrellas a intercambiar noticias con los
operarios recién llegados. Después de un rato, Olegario Santana pide disculpas y
se incorpora del suelo. «Voy y vuelvo», dice. Y desaparece por el lado de la
escuela en donde había sido la pelea. Al regresar murmura que ahora sí ya no se
siente desnudo. Y muestra el corvo que había tirado al suelo al ver aparecer la
patrulla. Luego se dirige a José Pintor. Que aunque ya todo está olvidado y ellos
siguen tan amigos como siempre, él quiere demostrar de todas maneras que no es
ningún sacristán ni pollerudo que se le parezca. Y desplegando un billete de cola
grande aparecido en sus manos como por arte de birlibirloque, agrega solemne:
—Los invito a celebrar la amistad con unos tragos.
Domingo Domínguez y José Pintor que hace rato andan a tres cuartos y un
repique con el dinero y las fichas, no lo pueden creer.
—¡Este Olegario es brujo! —dice contentísimo el barretero—. ¡Para mí que
esos jotes que tiene en el techo de su casa son como sus lechuzas!
—¡O tiene pacto con el Malo este diablazo! —dice José Pintor.
Que por favor, agrega casi declamando Domingo Domínguez, no se le vaya
a ocurrir al compadrito invitarlos a la Cueva del Tesoro, que ese aguardiente falso
estaba como para matar chinches.
—¡Vamos a otra parte mejor, y si hace falta dinero yo empeño mi anillito de
oro! —termina exclamando jubiloso.
Olegario Santana y José Pintor se miran de reojo. Luego, imprevistamente y
sin ponerse de acuerdo, lo agarran entre los dos a la fuerza y que hasta cuando
carajo va a joder la pita con su maldito anillo de oro; que desde que llegaron a
Iquique está prometiendo que lo va a empeñar y todo lo que ha hecho es
emborracharse al puro bolseo; que ahora mismo le sacan el bendito anillo y se lo
venden al primer pelafustán que ofrezca una chaucha por él. Pero pese a los
esfuerzos y tirones de ambos, y casi ahogados de risa, no pueden sacarle la
sortija del dedo.
—¡Hasta en esto tiene suerte este macaco faroliento! —exclama José
Pintor, riendo y tosiendo hasta el sofoco.
—Vamos a la casa de Yolanda —dice Olegario Santana, luego de recuperar
el aliento—. Debemos aprovechar nuestra última noche en Iquique. Estoy seguro
que mañana nos van a obligar a volvernos a la pampa. No por nada estos
cabrones han declarado estado de sitio.
Minutos más tarde, pegados a las paredes, haciéndole el quite a las
patrullas que se han tomado la ciudad, los tres amigos se dirigen por las calles
más oscuras al prostíbulo de Yolanda. En verdad, lo que el calichero quiere y
necesita con urgencia es desleír un poco ese costrón de caliche que se le ha
encasquetado en el pecho. Sentirse excluido por Gregoria Becerra lo entristece.
Ella es la única mujer de verdad que ha conocido en su vida, la única que lo ha
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