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-¿Quién? ¿Hombres que reciten a Milton? ¿Q':1e di­
             Montag dejó el libro. Empezó a r�coger �l papel arru­
 .
                                          _
 gan: recuerdo a Sófocles? ¿  Recordando a los superv1v1en­  gado y a alisarlo, en tanto que el vteJo le miraba con ex-
 tes que el hombre tiene tambi� n ciert s aspectos buen_ s?  presión de cansancio.
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                                               .
 Lo único que harán será  reumr sus piedras para  arro¡ar­  Faber sacudió la cabeza como s1 estuviese despertando
 selas los unos a los otros. Váyase a casa, Montag. Váyase  en aquel momento.
 a la cama. ¿Por qué desperdiciar sus horas finales, dando  -Montag, ¿tiene dinero?
 vueltas en su jaula y afirmando que no es una ardilla?  -Un poco. Cuatrocientos o quinientos dólares.
 -Así, pues, ¿ya no le importa nada?  -¿Por qué?
 -Me importa tanto que estoy enfermo.  -Tráigalos.  Conozco a un hombre  ue, _hace med10
                                              �
 -¿  Y no quiere ayudarme?  siglo,  imprimió el diario de  nuestra_ U 1 ers1dad. Fue el
                                             � :7
 -Buenas noches, buenas noches.  año en que, al acudir a la clase, a) pnncip10 d I nuevo s ­
 Las manos de Faber recogieron la Biblia. Montag vio  �  .   �
 esta ac<:ión y quedó sorprendido.  mestre  sólo encontré a un estudiante que quisiera seguir
          el curs� dramático, desde Esquilo hasta O'Neill. ¿L ve?
                                                         ?
                                                          _
 -¿  Desearía poseer esto?  Era como una hermosa estatua de hielo que se derntiera
 Faber djjo:
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                                                        �
 -Daría el brazo derecho por ella.  bajo el sol. Recuerdo que los diarios moríat como  igan­
          tescas  mariposas.  No  interesaban  a  nadie.  Nadie  les
 Montag permaneció quieto, esperando a que ocurriera
 algo. Sus manos, por sí solas, como dos hombres que tra­  echaba en falta. Y el Gobierno, al darse cuenta de lo ven­
                                                ,
 bajaran juntos, empezaron a  arrancar las páginas del li­  tajoso  que era que la gente leyese sólo  ªcerca de labios
          apasionados  y  de  puñetazos  en  el  estomago,  redon­
 bro. Las manos desgarraron la cubierta y, después, la pri­  deó  la  situación  con  sus  devoradores  llameantes.  De
 mera y la segunda página.  modo, Montag, que hay ese impresor sin trabajo. Podría­
 -¡Estúpido! ¿  Qué está haciendo?  mos empezar con unos pocos libros,  y  sperar a que la
 Faber se levantó de un salto, como si hubiese recibido  _  �
 un golpe. Cayó sobre Montag. Éste le rechazó y dejó que  guerra cambiara las cosas y nos diera el impulso que ne­
          cesitamos. Unas cuantas bombas, y en las paredes de to­
 sus  manos  prosiguieran.  Seis  páginas  más  cayeron  al  das  las casas  las  «familias»  desaparecerán  como  ratas
 suelo. Montag las recogió y agitó el papel bajo las narices  asustadas.  En el silencio,  nuestro susurro pudiera ser
 de Faber.  oído.
 -¡No, oh, no lo haga! -dijo el viejo.  Ambos se quedaron mirando el libro que había en la
 -¿Quién puede impedírmelo?  Soy bombero. ¡Puedo
 quemarlo!  mesa.
             -He  tratado  de  recordar  -dijo  Montag-.  Pero,
 El viejo se le quedó mirando.  •diablo!  en cuanto vuelvo  la cabeza,  lo olvido.  ¡Dios!
 -Nunca haría eso.  ¡Cuánto deseo tener algo que  dectr a  capitan.   a  ei
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 -¡Podría!  bastante  y se sabe todas las  respuestas,  o lo parece.  Su
 -El libro. No lo desgarre más. _:_Faber se derrumbó  voz  es como almíbar.  Temo  que me convenza para  que
 en una silla, con el rostro muy pálido y la boca temblo­  vuelva  a  ser  como  era  antes.  Hace  sólo  una  semana,
 rosa-. No haga que me sienta más cansado.¿  Qué desea?  mientras  rociaba  con  petróleo  unos  libros,  pensaba:
 -Necesito que me enseñe.
 -Está bien, está bien.  «¡Caramba, qué divertido!»
            El viejo asintió con la cabeza.
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