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El Ministerio de la Verdad —que en neolengua (la neolengua era el idioma
oficial de Oceanía) se le llamaba el Miniver— era diferente, hasta un extremo
asombroso, de cualquier otro objeto que se presentara a la vista. Era una
enorme estructura piramidal de cemento armado blanco y reluciente, que se
elevaba, terraza tras terraza, a unos trescientos metros de altura. Desde donde
Winston se hallaba, podían leerse, adheridas sobre su blanca fachada en letras
de elegante forma, las tres consignas del Partido:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
Se decía que el Ministerio de la Verdad tenía tres mil habitaciones sobre el
nivel del suelo y las correspondientes ramificaciones en el subsuelo. En
Londres sólo había otros tres edificios del mismo aspecto y tamaño. Éstos
aplastaban de tal manera la arquitectura de los alrededores que desde el techo
de las Casas de la Victoria se podían distinguir, a la vez, los cuatro edificios.
En ellos estaban instalados los cuatro Ministerios entre los cuales se dividía
todo el sistema gubernamental. El Ministerio de la Verdad, que se dedicaba a
las noticias, a los espectáculos, la educación y las bellas artes. El Ministerio de
la Paz, para los asuntos de guerra. El Ministerio del Amor, encargado de
mantener la ley y el orden. Y el Ministerio de la Abundancia, al que
correspondían los asuntos económicos. Sus nombres, en neolengua: Miniver,
Minipax, Minimor y Minindancia.
El Ministerio del Amor era terrorífico. No tenía ventanas en absoluto.
Winston nunca había estado dentro del Minimor, ni siquiera se había acercado
a medio kilómetro de él. Era imposible entrar allí a no ser por un asunto oficial
y en ese caso había que pasar por un laberinto de caminos rodeados de
alambre espinoso, puertas de acero y ocultos nidos de ametralladoras. Incluso
las calles que conducían a sus salidas extremas, estaban muy vigiladas por
guardias, con caras de gorila y uniformes negros, armados con porras.
Winston se volvió de pronto. Había adquirido su rostro instantáneamente la
expresión de tranquilo optimismo que era prudente llevar al enfrentarse con la
telepantalla. Cruzó la habitación hacia la diminuta cocina. Por haber salido del
Ministerio a esta hora tuvo que renunciar a almorzar en la cantina y en seguida
comprobó que no le quedaban víveres en la cocina a no ser un mendrugo de
pan muy oscuro que debía guardar para el desayuno del día siguiente. Tomó de
un estante una botella de un líquido incoloro con una sencilla etiqueta que
decía: Ginebra de la Victoria. Aquello olía a medicina, algo así como el
espíritu de arroz chino. Winston se sirvió una tacita, se preparó los nervios
para el choque, y se lo tragó de un golpe como si se lo hubieran recetado.