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si  lo  detenían  podía  estar  seguro  de  que  lo  condenarían  a  muerte,  o  por  lo
               menos a veinticinco años de trabajos forzados. Winston puso un plumín en el
               portaplumas  y  lo  chupó  primero  para  quitarle  la  grasa.  La  pluma  era  ya  un
               instrumento arcaico. Se usaba rarísimas veces, ni siquiera para firmar, pero él
               se  había  procurado  una,  furtivamente  y  con  mucha  dificultad,  simplemente
               porque tenía la sensación de que el bello papel cremoso merecía una pluma de

               verdad en vez de ser rascado con un lápiz tinta. Pero lo malo era que no estaba
               acostumbrado a escribir a mano. Aparte de las notas muy breves, lo corriente
               era  dictárselo  todo  al  hablescribe,  totalmente  inadecuado  para  las
               circunstancias actuales. Mojó la pluma en la tinta y luego dudó unos instantes.
               En los intestinos se le había producido un ruido que podía delatarle. El acto
               trascendental,  decisivo,  era  marcar  el  papel.  En  una  letra  pequeña  e  inhábil
               escribió:


                   4 de abril de 1984

                   Se  echó  hacia  atrás  en  la  silla.  Estaba  absolutamente  desconcertado.  Lo
               primero  que  no  sabía  con  certeza  era  si  aquel  era,  de  verdad,  el  año  1984.
               Desde luego, la fecha había de ser aquélla muy aproximadamente, puesto que
               él había nacido en 1944 o 1945, según creía; pero, «¡cualquiera va a saber hoy
               en qué año vive!», se decía Winston.

                   Y se le ocurrió de pronto preguntarse: ¿Para quién estaba escribiendo él

               este diario? Para el futuro, para los que aún no habían nacido. Su mente se
               posó  durante  unos  momentos  en  la  fecha  que  había  escrito  a  la  cabecera  y
               luego se le presentó, sobresaltándose terriblemente, la palabra neolingüística
               doblepensar. Por primera vez comprendió la magnitud de lo que se proponía
               hacer. ¿Cómo iba a comunicar con el futuro? Esto era imposible por su misma

               naturaleza. Una de dos: o el futuro se parecía al presente y entonces no le haría
               ningún caso, o sería una cosa distinta y, en tal caso, lo que él dijera carecería
               de todo sentido para ese futuro.

                   Durante algún tiempo permaneció contemplando estúpidamente el papel.
               La telepantalla transmitía ahora estridente música militar. Es curioso: Winston
               no sólo parecía haber perdido la facultad de expresarse, sino haber olvidado de
               qué iba a ocuparse. Por espacio de varias semanas se había estado preparando

               para este momento y no se le había ocurrido pensar que para realizar esa tarea
               se necesitara algo más que atrevimiento. El hecho mismo de expresarse por
               escrito,  creía  él,  le  sería  muy  fácil.  —Sólo  tenía  que  trasladar  al  papel  el
               interminable  e  inquieto  monólogo  que  desde  hacía  muchos  años  venía
               corriéndole por la cabeza. Sin embargo, en este momento hasta el monólogo se
               le  había  secado.  Además,  sus  varices  habían  empezado  a  escocerle
               insoportablemente. No se atrevía a rascarse porque siempre que lo hacía se le

               inflamaba aquello. Transcurrían los segundos y él sólo tenía conciencia de la
               blancura del papel ante sus ojos, el absoluto vacío de esta blancura, el escozor
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