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Al momento, se le volvió roja la cara y los ojos empezaron a llorarle. Este
               líquido  era  como  ácido  nítrico;  además,  al  tragarlo,  se  tenía  la  misma
               sensación que si le dieran a uno un golpe en la nuca con una porra de goma.
               Sin  embargo,  unos  segundos  después,  desaparecía  la  incandescencia  del
               vientre y el mundo empezaba a resultar más alegre. Winston sacó un cigarrillo
               de una cajetilla sobre la cual se leía: Cigarrillos de la Victoria, y como lo tenía

               cogido verticalmente por distracción, se le vació en el suelo. Con el próximo
               pitillo tuvo ya cuidado y el tabaco no se salió. Volvió al cuarto de estar y se
               sentó ante una mesita situada a la izquierda de la telepantalla. Del cajón sacó
               un portaplumas, un tintero y un grueso libro en blanco de tamaño in-quarto,
               con el lomo rojo y cuyas tapas de cartón imitaban el mármol.

                   Por alguna razón la telepantalla del cuarto de estar se encontraba en una

               posición insólita. En vez de hallarse colocada, como era normal, en la pared
               del fondo, desde donde podría dominar toda la habitación, estaba en la pared
               más larga, frente a la ventana. A un lado de ella había una alcoba que apenas
               tenía fondo, en la que se había instalado ahora Winston. Era un hueco que, al
               ser construido el edificio, habría sido calculado seguramente para alacena o
               biblioteca.  Sentado  en  aquel  hueco  y  situándose  lo  más  dentro  posible,
               Winston podía mantenerse fuera del alcance de la telepantalla en cuanto a la

               visualidad, ya que no podía evitar que oyera sus ruidos. En parte, fue la misma
               distribución insólita del cuarto lo que le indujo a lo que ahora se disponía a
               hacer.

                   Pero también se lo había sugerido el libro que acababa de sacar del cajón.
               Era  un  libro  excepcionalmente  bello.  Su  papel,  suave  y  cremoso,  un  poco
               amarillento por el paso del tiempo, por lo menos hacía cuarenta años que no se
               fabricaba. Sin embargo, Winston suponía que el libro tenía muchos años más.

               Lo había visto en el escaparate de un establecimiento de compraventa en un
               barrio miserable de la ciudad (no recordaba exactamente en qué barrio había
               sido) y en el mismísimo instante en que lo vio, sintió un irreprimible deseo de
               poseerlo. Los miembros del Partido no deben entrar en las tiendas corrientes (a
               esto se le llamaba, en tono de severa censura, «traficar en el mercado libre»),

               pero no se acataba rigurosamente esta prohibición porque había varios objetos
               —como  cordones  para  los  zapatos  y  hojas  de  afeitar—  que  era  imposible
               adquirir de otra manera. Winston, antes de entrar en la tienda, había mirado en
               ambas  direcciones  de  la  calle  para  asegurarse  de  que  no  venía  nadie  y,  en
               pocos minutos, adquirió el libro por dos dólares cincuenta. En aquel momento
               no  sabía  exactamente  para  qué  deseaba  el  libro.  Sintiéndose  culpable  se  lo
               había llevado a su casa, guardado en su cartera de mano. Aunque estuviera en

               blanco, era comprometido guardar aquel libro.

                   Lo que ahora se disponía Winston a hacer era abrir su Diario. Esto no se
               consideraba ilegal (en realidad, nada era ilegal, ya que no existían leyes), pero
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