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denunciaba públicamente a los delincuentes políticos. Las grandes «purgas»
               que  afectaban  a  millares  de  personas,  con  procesos  públicos  de  traidores  y
               criminales del pensamiento que confesaban abyectamente sus crímenes para
               ser  luego  ejecutados,  constituían  espectáculos  especiales  que  se  daban  sólo
               una vez cada dos años. Lo habitual era que las personas caídas en desgracia
               desapareciesen sencillamente y no se volviera a oír hablar de ellas. Nunca se

               tenía la menor noticia de lo que pudiera haberles ocurrido. En algunos casos,
               ni  siquiera  habían  muerto.  Aparte  de  sus  padres,  unas  treinta  personas
               conocidas por Winston habían desaparecido en una u otra ocasión.

                   Mientras pensaba en todo esto, Winston se daba golpecitos en la nariz con
               un sujetador de papeles. En la cabina de enfrente, el camarada Tillotson seguía
               misteriosamente  inclinado  sobre  su  hablescribe.  Levantó  la  cabeza  un

               momento. Otra vez, los destellos hostiles de las gafas. Winston se preguntó si
               el  camarada  Tillotson  estaría  encargado  del  mismo  trabajo  que  él.  Era
               perfectamente  posible.  Una  tarea  tan  difícil  y  complicada  no  podía  estar  a
               cargo de una sola persona. Por otra parte, encargarla a un grupo sería admitir
               abiertamente que se estaba realizando una falsificación. Muy probablemente,
               una  docena  de  personas  trabajaban  al  mismo  tiempo  en  distintas  versiones
               rivales para inventar lo que el Gran Hermano había dicho «efectivamente». Y,

               después, algún cerebro privilegiado del Partido Interior elegiría esta o aquella
               versión, la redactaría definitivamente a su manera y pondría en movimiento el
               complejo  proceso  de  confrontaciones  necesarias.  Luego,  la  mentira  elegida
               pasaría a los registros permanentes y se convertiría en la verdad.

                   Winston no sabía por qué había caído Withers en desgracia. Quizás fuera
               por corrupción o incompetencia. O quizás el Gran Hermano se hubiera librado
               de  un  subordinado  demasiado  popular.  También  pudiera  ser  que  Withers  o

               alguno  relacionado  con  él  hubiera  sido  acusado  de  tendencias  heréticas.  O
               quizás —y esto era lo más probable— hubiese ocurrido aquello sencillamente
               porque las «purgas» y las vaporizaciones eran parte necesaria de la mecánica
               gubernamental.  El  único  indicio  real  era  el  contenido  en  las  palabras  «refs
               nopersonas», con lo que se indicaba que Withers estaba ya muerto. Pero no

               siempre se podía presumir que un individuo hubiera muerto por el hecho de
               haber desaparecido. A veces los soltaban y los dejaban en libertad durante uno
               o dos años antes de ser ejecutados. De vez en cuando, algún individuo a quien
               se creía muerto desde hacía mucho tiempo reaparecía como un fantasma en
               algún proceso sensacional donde comprometía a centenares de otras personas
               con sus testimonios antes de desaparecer, esta vez para siempre. Sin embargo,
               en  el  caso  de  Withers,  estaba  claro  que  lo  habían  matado.  Era  ya  una

               nopersona. No existía: nunca había existido. Winston decidió que no bastaría
               con cambiar el sentido del discurso del Gran Hermano. Era mejor hacer que se
               refiriese a un asunto sin relación alguna con el auténtico.
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