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deber era recoger todos los ejemplares de libros, diarios y otros documentos
que se hubieran quedado atrasados y tuvieran que ser destruidos. Un número
del Times que —a causa de cambios en la política exterior o de profecías
equivocadas hechas por el Gran Hermano— hubiera tenido que ser escrito de
nuevo una docena de veces, seguía estando en los archivos con su fecha
original y no existía ningún otro ejemplar para contradecirlo. También los
libros eran recogidos y reescritos muchas veces y cuando se volvían a editar
no se confesaba que se hubiera introducido modificación alguna. Incluso las
instrucciones escritas que recibía Winston y que él hacía desaparecer
invariablemente en cuanto se enteraba de su contenido, nunca daban a
entender ni remotamente que se estuviera cometiendo una falsificación. Sólo
se referían a erratas de imprenta o a citas equivocadas que era necesario poner
bien en interés de la verdad.
Lo más curioso era —pensó Winston mientras arreglaba las cifras del
Ministerio de la Abundancia— que ni siquiera se trataba de una falsificación.
Era, sencillamente, la sustitución de un tipo de tonterías por otro. La mayor
parte del material que allí manejaban no tenía relación alguna con el mundo
real, ni siquiera en esa conexión que implica una mentira directa. Las
estadísticas eran tan fantásticas en su versión original como en la rectificada.
En la mayor parte de los casos, tenía que sacárselas el funcionario de su
cabeza. Por ejemplo, las predicciones del Ministerio de la Abundancia
calculaban la producción de botas para el trimestre venidero en ciento cuarenta
y cinco millones de pares. Pues bien, la cantidad efectiva fue de sesenta y dos
millones de pares. Es decir, la cantidad declarada oficialmente. Sin embargo,
Winston, al modificar ahora la «predicción», rebajó la cantidad a cincuenta y
siete millones, para que resultara posible la habitual declaración de que se
había superado la producción. En todo caso, sesenta y dos millones no se
acercaban a la verdad más que los cincuenta y siete millones o los ciento
cuarenta y cinco. Lo más probable es que no se hubieran producido botas en
absoluto. Nadie sabía en definitiva cuánto se había producido ni le importaba.
Lo único de que se estaba seguro era de que cada trimestre se producían sobre
el papel cantidades astronómicas de botas mientras que media población de
Oceanía iba descalza. Y lo mismo ocurría con los demás datos, importantes o
minúsculos, que se registraban. Todo se disolvía en un mundo de sombras en
el cual incluso la fecha del año era insegura.
Winston miró hacia el vestíbulo. En la cabina de enfrente trabajaba un
hombre pequeñito, de aire eficaz, llamado Tillotson, con un periódico doblado
sobre sus rodillas y la boca muy cerca de la bocina del hablescribe. Daba la
impresión de que lo que decía era un secreto entre él y la telepantalla. Levantó
la vista y los cristales de sus gafas le lanzaron a Winston unos reflejos hostiles.
Winston no conocía apenas a Tillotson ni tenía idea de la clase de trabajo