Page 230 - Narraciones extraordinarias
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to no supe qué hacer. Primero intenté calmar al paciente
             � ero al fallar, cambié de idea y luché por despertarlo. Sen�              LA MÁSCARA DE LA MUERTE ROJA

             tI que  esta tentativa iba a tener éxito y estoy seguro que
             tanto yo como los presentes en la habitación, nos prepará­
             bamos para verlo despertar. Sin embargo, para presenciar
             lo que realmente ocurrió, ningún ser humano está prepara­
             do.
              .   Mientras yo hacía los pases mesméricos, entre explo­
             s1ones de la lengua que gritaban "¡Muerto, muerto!", todo
               _
             su cuerpo se  estremeció; en menos de un minuto, se con­
                                                                                       Durante largo tiempo, la «Muerte Roja» había desola­
            traJo, se desmenuzó y se pudrió bajo mis manos. Sobre la
                                                                                   do la región.  Nunca una peste  había sido tan horrible  y
            cama, y ante  todos los presentes, yacía una masa líquida
            de repugnante y detestable putrefacción.                               ratal. Su sello era la sangre: el rojo y el horror de la sangre.
                                                                                   ( 'omenzaba con agudos dolores, un repentino vértigo, y
                                                                                   luego los poros sangraban abundantemente hasta que lle­
                                                                                   gaba la muerte. Las manchas púrpuras, principalmente en
                                                                                   el rostro de la víctima, aislaban a esta del resto de la huma­
                                                                                   nidad, sin posibilidad de ayuda ni compasión. La invasión,
                                                                                   el progreso y el fin de  la enfermedad se  cumplían en no
                                                                                   más de media hora.
                                                                                       Sin embargo  el príncipe  Próspero  era feliz, audaz y
                                                                                   astuto. Cuando sus dominios hubieron perdido gran parte
                                                                                   de la población, llamó a mil caballeros y damas de su cor­
                                                                                   te -los más fuertes y vigorosos- y se refugió con ellos en
                                                                                   una sus abadías fortificadas. Era una construcción amplia
                                                                                   y magnífica que había sido decorada por él mismo prínci­
                                                                                   pe,  excéntrica pero  grandiosa.  Las puertas de  las altas
                                                                                   murallas eran de hierro; una vez adentro, los cortesanos
                                                                                   con fraguas y martillos cerraron y soldaron los cerrojos.
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