Page 210 - Narraciones extraordinarias
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-Sí, el amontillado. ¡Ja, ja, ja! Pero, ¿no  se nos hace
          primera capa, pude notar que la embriaguez de mi amigo
          se había disipado en gran parte. El primer signo de ello fue           tarde? ¿No estarán esperando en casa mi mujer y los de-
          un grito  sordo  y un horrible quejido.  ¡Aquello  no  era el           mús? ¡Vámonos!
          gemido  de un  borracho!  Luego  hubo  un largo  silencio.                 -Sí -dije-, vámonos ya.
          Continué con la segunda, la tercera y la cuarta capa; en­                   -¡Por el amor de Dios, Montresor!
          tonces, sentí el espantoso sonido del agitar desesperado de                 -Sí -repuse-, por el amor de Dios.
          las cadenas. Para disfrutar más, detuve mi trabajo  y me                    No hubo respuesta; impaciente, volví a llamar:
          senté sobre los huesos. Cuando las cadenas cesaron, conti­                  -¡Fortunato ! ¡Fortunato  !
         nué con la quinta, la sexta y la séptima hilera. La pared me                 Nada. Pasé una antorcha por la abertura del nicho Y la
         llegaba hasta el pecho. Detuve otra vez mi labor y con la                dejé caer en el interior. Me contestó tan solo un cascabe­
         luz de la antorcha iluminé hacia el interior del hueco.                  leo. Sentí un intenso  escalofrío, sin duda causado  por la
              Agudos y penetrantes gritos salieron de aquella tum­                humedad de las catacumbas. Rápidamente terminé mi tra­
         ba, tanto que me hicieron retroceder con violencia. Dudé                 bajo; coloqué la última piedra, la aseguré con el mortero Y
         por un momento. Desenvainé mi espada y tanteé con ella                    re�ubrí la nueva pared con el montón de huesos. Durante
         el interior del nicho. Pero, reflexionando por un momento,                medio siglo nadie los ha tocado. ¡Requiescat in pace! *
         me tranquilicé. Pasé la mano por la pared de piedra y res­
         piré satisfecho. Me acerqué denuevo a la tumba y contesté
         esta vez con mis alaridos a aquel que gritaba. Me convertí
         en su eco, lo seguí, lo repetí, hasta que lo vencí, y los gri­
         tos cesaron.
             Se acercaba la medianoche y mi trabajo estaba por ter­
         minar. Había colocado la octava, la novena y décimas hile­
         ras. Faltaba tan solo una piedra por colocar. Salió entonces
         del nicho una carcajada que me puso los pelos de punta.
             -¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Qué buena broma! ¡Cómo nos
         reiremos de vuelta en nuestra casa! ¡Ja, ja, ja!
             -¿Del amontillado? -dije.
             -Sí, el amontillado.  ¡Ja, ja, ja! Pero, ¿no se nos hace               1 '  Descanse en paz.


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