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ese siniestro hospicio? ¿Cómo es posible que toda una comunidad se transforme
así, de la noche a la mañana? ¿Cómo es posible tanta complicidad? ¿Y qué
piensa hacer ahora? ¿Para qué regresa a este infierno? —le pregunté, alterada y
desordenadamente, a medida que descendíamos en la estación de Maladonny y el
sentío nos empujaba hacia la salida.
—¿Para qué regresa a este infierno?
No escuché su respuesta, si es que la hubo. De repente, lo perdí de vista
entre la multitud. Fue entonces cuando decidí que —por las dudas— nunca
visitaría Maladonny.
Esperé el tren siguiente —sin moverme de la estación— y retorné a
Londres esa misma noche. Y esa misma noche —en el cuarto de mi hotel—
escribí la parte principal de este texto que —indudablemente— irá a parar a
alguna antología de cuentos fantásticos, aunque la realidad pueda superar —en
espanto— la más delirante de las fantasías.
Rechacé la beca.
A los dos días, retorné a mi país.
Durante el vuelo de vuelta a Buenos Aires; me entretuve jugando —
mentalmente— con refranes, al inventarles versiones distintas de las originales.
Mi avión ya carreteaba sobre la pista del aeropuerto de Ezeiza cuando
pensé:
"Más vale infierno conocido... que infierno por conocer."
Era diciembre de 1978.
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