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las compras y para el pastor Johnson era la hora de reunión diaria con un grupo
de feligreses.
—Buenas tardes, señora.
—Buenas tardes, señoritas.
—Buenas tardes, reverendo.
Tim saludó a todos como de costumbre, a medida que se los iba cruzando
en la vereda.
El muchacho empezó a inquietarse cuando —tras haber saludado al pastor
Johnson— éste tampoco demostró reconocerlo, lo mismo que los demás
momentos antes.
Tim se dio vuelta y —después de contemplarlo unos instantes,
desconcertado— le corrió detrás, llamándolo.
—¡Pastor Johnson! ¡Pastor Johnson!
El past or se detuvo y se volvió hacia Timothy. Fue con un movimiento de
cejas como contestó el llamado, al arquearlas. Con esa manera muda con que —a
veces— se pregunta al otro:
—¿Qué desea?
Tim se le acercó, de sonrisa y mano extendida. El hombre se la estrechó y
le dijo:
—Bien, gracias —a la pregunta del muchacho acerca de qué tal estaba,
pero mirándolo como a un extraño del que no se logra recordar el nombre ni el
rostro siquiera. De inmediato, lo interrogó:
—¿En qué puedo servirte?
—Pero, reverendo, ¿cómo es posible que no me reconozca? ¡Soy Timothy
Orwell, de aquí, de Malladonny! Desde chiquito que todos los domingos voy al
oficio religioso con mi familia... a su templo... y...
—Lo lamento, muchacho, pero estarás confundido. Yo jamás te vi antes
en nuestro pueblo. Y ahora... Estoy apurado, ¿eh?
El pastor controló la hora en su pequeño reloj —que le colgaba de una
cadena— la comparó con la que señalaba el enorme de la torre cercana y se
despidió del muchacho sin hacer ningún otro comentario.
Tim se quedó perplejo. ¿Qué estaba sucediendo?
Nervioso, recorrió —a la carrerita— la cuadra que aún lo separaba de su
domicilio. Estaba ansioso por contarle a su madre todo ese episodio del
desconocimiento de los demás, que lo había tenido por involuntario protagonista.
¿Se habría desatado una epidemia de falta de memoria en Maladonny?
Al llegar a la puerta de su casa suspiró aliviado. Enseguida, tocó el timbre.
Le extrañó no oír los ladridos de Tony y Zara a modo de bienvenida.
Pulsó nuevamente el timbre y —nuevamente— el silencio. Recién cuando
apretó su dedo al timbre —decidido a no soltarlo hasta que alguien respondiera a
su llamado— una voz le respondió.
Era una voz femenina que Tim no conocía:
—¡Ya va! ¡Ya va! ¡Tanto timbrazo!
Rápidamente, la puerta de la casa se abrió y una mujer que Tim no había
visto nunca salió a recibirlo.
—¡No hacía falta tanto timbrazo! ¿Qué pasa, jovencito?
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