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La  puerta  entreabierta  permitió  que  parte  del  amplio  hall  de  entrada
                  quedara al descubierto.
                         Al borde del llanto, Tim observó —entonces— que ni los muebles ni los
                  cuadros ni los sillones ni. las cortinas eran los de su casa.
                         —¿Quién  es  usted,  señora?  ¿Dónde  está  mi  familia?  ¿Qué  sucedió?  ¿Y
                  mis perros? ¿Quién es usted? ¿QUIÉN ES USTED?— se puso a gritar, entonces,
                  a  la  par  que  la  mujer  intentaba  sujetarlo  para  que  no  entrara  a  la  casa,
                  enloquecido como parecía.
                         —¿En? ¿Qué significa este ataque? ¡Charlie! —llamó entonces.
                         La mujer parecía muy asustada.
                         Enseguida, un hombre tan extraño para Tim como aquella mujer, estuvo a
                  su lado.
                         En un momento, sujetó con fuerza al muchacho mientras le decía:
                         —Calma, tranquilo, ¿qué te está pasando?
                         Ante semejante griterío, algunas personas salieron de las casas linderas.
                         Tim reconoció a sus vecinos de siempre.
                         —¡Señora  Molly!  ¡Señor  Peter!  IMickey!  —exclamó  entonces,
                  desesperado—.  Esta  gente...  ¿Dónde  está  mi  familia,  señor  Peter?  ¡Ayúdeme,
                  señora  Molly,  por  favor!¡Mickey!  ¿No  te  das  cuenta  de  que  soy  yo,  tu  amigo
                  Timothy?
                         Los tres vecinos lo contemplaban con la misma extrañeza que la gente que
                  había encontrado viviendo en su propia casa. Desconcertados.
                         El señor Peter se le acercó y le informó:
                         —Estás  en  la  calle  Rochester  127,  querido  —como  si  estuviera
                  convencido de que el muchacho había equivocado la dirección.
                         —Esta es la residencia de la familia Saxon ——agregó la señora Molly.
                         —¿De dónde llegaste? ¿De Irlanda? ¿Cuál es tu nombre? —le preguntó
                  Mickey.
                         Ni  la  señora  Molly,  ni  su  esposo  ni  el  grandulote  de  su  hijo  admitían
                  conocerlo.
                         El colmo: el perro de los vecinos se escapó del jardín y se le aproximó
                  ladrándole y gruñéndole. Le mostraba los dientes, circulando a su alrededor de
                  forma  amenazadora  y  fue  inútil  que  Tim  tratara  de  acariciarlo,  como  solía
                  hacerlo.
                         El muchacho se estremeció.
                         —Habrá que avisar a la policía, Charlie. Este muchacho estará extraviado.
                         —Y muy perturbado, lógicamente. ¿O tendrá amnesia?
                         —Vamos, querido, te voy a dar una taza de té bien caliente mientras llega
                  la policía.
                         Y la señora que ahora ocupaba la casa de Timothy como si fuera la dueña,
                  lo tomó de un brazo con la intención de conducirlo al interior de la vivienda.
                         El muchacho volvió en sí en la sala de un hospital.
                         Estaba  sujeto  a  la  cama  con  unos  cinturones  especiales  y  una  mano  le
                  acariciaba el pelo con ternura: vestida como una enfermera, su hermana.
                         Tim creyó que volvería a desmayarse.
                         —¡Cecil!  ¡Cecil!  —pero  la  garganta  se  le  quebró.  Las  lágrimas  no  le




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