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arañas, pero de mucho mayor espesor.
                         Grité con todas mis fuerzas. El barullo de la música tapizó mis gritos y no
                  me permitió distinguir ningún otro ruido durante un buen rato.
                         Durante los momentos iniciales de mi lucha por tratar de deshacerme de
                  esas telas que se pegaban a mi piel, no pude —entonces— notar que no era yo el
                  único que se encontraba allí. Recién pude descubrirlo cuando la música cesó—
                  como por arte de magia—y un poderoso foco se encendió, iluminando el recinto.
                         Entonces  oí  aquellos  gemidos  y  pude  ver  docenas  de  otros  niños,
                  atrapados en el mismo tejido.
                         Era  —realmente—  una  enorme  tela  de  araña  que  abarcaba  de  arriba  a
                  abajo y de costado a costado, el gran sótano que yo había supuesto un pozo.
                         Apoyada  sobre  la  abertura  por  la  que  había  caído,  una  escalerilla  que
                  llegaba hasta el piso del sótano.
                         Por allí empezó a descender —unos segundos después— el Manga.
                         Todos los niños gritamos, desesperados. La música había vuelto a sonar al
                  máximo de su potencia, mientras el hombrecito descendía lentamente...
                         Nos miraba con una fascinación que le hacía brillar los ojos. Sonreía.
                         Las criaturas seguíamos gritando y la música aturdiendo, cuando los pies
                  del Manga tocaron el suelo.
                         No sabíamos que nos estaban reservados momentos aún más angustiosos
                  que los vividos hasta entonces.
                         No bien bajó, el Manga nos dedicó una última mirada humana antes de
                  empezar a contorsionarse, a medida que su piel se iba cubriendo de una suerte de
                  felpa amarronada.
                         El horror —sumado al asombro por la escena que presenciábamos— me
                  fue dejando mudo.
                         Ni un grito ya cuando una araña de las dimensiones del hombrecito tomó
                  su propio lugar en el espacio.
                         Sentí  que  perdía  el  sentido:  el  impresionante  bicho  se  movilizaba  hacia
                  uno de los niños que tenía más próximo.
                         Todas  las  imágenes  giraron  en  mi  mente,  se  desvanecieron  y  ya  no
                  recuerdo otra cosa de aquella vez.
                         Cuando  volví  a  abrir  los  ojos,  estaba  en  mi  dormitorio.  Mi  familia  me
                  rodeaba.
                         Me dijeron que me despertaba tras haber sufrido una pesadilla.
                         Yo sabía que no era cierto, pero el pánico por lo vivido todavía obraba sus
                  efectos y —aunque probé hacerlo— no pude hablar, y como una pesadilla fingí
                  que  continuaba  tomando  lo  sucedido  durante  la  semana  que  duró  mi  total
                  recuperación de "una fiebre rara que se te declaró de golpe", según me contaban
                  mis hermanos.
                         Aunque  trataban  de  disimularlo,  estaban  muy  perturbados.  Como  mi
                  mamá. Como mi padre.
                         Dejé —entonces— que creyeran que me habían convencido del inventado
                  final que le habían dado a mi aventura.
                         —Si lo que me ocurrió formara parte de un "cuento de verdad" —pensaba
                  yo—  sería  uno  de  esos  que  tanto  me  disgustan,  en  los  que  el  protagonista  se




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