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despierta después de que el autor hizo suponer como real lo que —en resumidas
cuentas— ha sido sólo un sueño.
Recién el día anterior a mi retorno a la escuela y al contacto con mis
amigos —ambos abruptamente interrumpidos— mi madre me reveló todo lo
acontecido (mejor dicho, la mitad que ella conocía). Estos fueron —en síntesis—
sus comentarios:
—Ahora que ya estás bien y vas a reencontrarte con tus compañeros, es
preciso que sepas la verdad. No sé lo que viste, porque cuando te rescatamos
estabas desmayado. Por desdicha —hijo— estuviste prisionero en la casa del
Manga, al igual que muchas criaturas de esta villa. Glenda nos condujo hasta allí
a tu padre y a mí, junto con un montón de otras personas.
Al regresar al almacén y no encontrarte, soltamos la perra y ella se lanzó a
una alocada carrera. Así nos guió. Ya había llamado la atención de los vecinos
con sus alaridos. Nos dijeron que hacía más de tres cuartos de hora que ladraba y
que no hallaban modo de calmarla. Fue fácil localizar la vivienda del Manga,
gracias a su olfato. Por suerte, llegamos a tiempo para rescatarlos todos de esas
enormes telas en las que estaban atrapados. Algunos tan débiles...
Tiemblo al evocarla: Encontramos una araña gigantesca. La infeliz no
sabía qué hacer cuando irrumpimos en el sótano. Trató de escapar trepando por
su tela, hasta casi ocultarse entre las vigas del techo, lo más escondida que pudo.
Inútil. No fue complicado ubicarla debido a sus grandes dimensiones.
Más tarde, fue capturada —sin oponer resistencia— por un grupo
especializado. Se la llevaron para estudiarla; no se tienen noticias de un ejemplar
así...
Sin embargo, no llegaron a demasiadas conclusiones... La araña murió a
las pocas horas, dentro de la amplia vitrina en la que había sido confinada.
Antes se había enroscado, de forma tal que parecía que se iba devorando a
sí misma.
Y parecía correctamente. Los científicos no logran explicarse el
fenómeno.
De ella sólo quedó una especie de cascarilla y algunas pelusas
amarronadas que fueron enviadas aun centro de estudios internacional.
—¡Era el Manga, mami! ¡Era el Manga! —exclamé entonces.
—¿El Manga? —dijo mi madre, sorprendida—. ¿Qué ocurrencias son
esas? ¿Quién sabe a dónde huyó ese condenado enfermo... ¡Criar una araña
gigantesca...! ¡Aterrorizar de ese modo a los chicos...! ¡Qué perverso, Dios! Pero
ya caerá en las redes de la policía. Es intensamente buscado.
Y por más que le repetí —hasta el cansancio— el relato de la
transformación, opinó que eso era imposible.
A los otros chicos les sucedió lo mismo con sus mayores.
—¡Era el Manga! —repetimos, de tanto en tanto— los niños (hoy adultos)
que sobrevivimos aquel horror cuando —de tanto en tanto— les relatamos la
historia a nuestros hijos o a los de nuestros amigos, respondiendo a sus pedidos
de "un cuento de miedo". Sí. No nos queda otra alternativa que narrarlo así, como
un cuento. Como éste, por ejemplo.
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