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sino  en  ellos,  mis  hermanos  mayores  y  Glenda.  Los  papás  de  mis  amigos  y
                  compañeros  de  escuela  hicieron  lo  mismo:  les  aconsejaron  extrema  prudencia
                  con las relaciones. Pronto, todos los niños que aún continuábamos en nuestras
                  casas,  nos  transformamos  en  seres  callados,  tristes,  asustados  y  con  una
                  desconfianza que si se hubiera podido medir en kilómetros, seguro que alcanzaba
                  más de un millón.

                         Una tarde, el Manga irrumpió en nuestro almacén. Lo habían dejado a mi
                  cargo durante un rato, mientras mi familia se ocupaba de algunas diligencias en
                  las cercanías.
                         El hombrecito encargó agua mineral y me pagó.
                         Ya  estaba  por  abandonar  el  local  —arrastrando  la  bolsa  donde  había
                  ubicado el montón de botellas, cuando, por primera y única vez se volvió hacia
                  mí y me dijo:
                         —Por  favor,  ¿podrías  ayudarme?  No  me  siento  bien.  Te  ruego  que  me
                  acompañes para llevar el agua hasta mi casa, si no es mucho pedir.
                         Claro, ahora me resulta fácil concluir que yo debería de haber desconfiado
                  y esperado el regreso de mi familia para consultar si podía acompañar al Manga.
                  Pero —en verdad— en aquél instante no sentí ninguna inquietud, conmovido —

                  de repente— por el desamparo que él demostraba y animado como estaba por las
                  enseñanzas de que a nadie se le niega ayuda y menos agua y "por qué me van a
                  hacer daño si yo no lo hago...".
                         El resultado fue que —de inmediato— le contesté que sí.
                         Cerré  el  local  con  mi  llave  y  colgué  el  cartelito  que  usábamos  para
                  emergencias como aquella: "Enseguida vuelvo".
                         Rápidamente,  me  hallé  siguiendo  al  Manga,  con  la  bolsa  cargada  al
                  hombro y el eco de los ladridos de Glenda apagándose en mis oídos, a medida
                  que me alejaba del almacén.
                         La prolongada distancia que nos separaba de la casa del Manga la recorrí
                  silbando. Ese fue mi modo de ahuyentar los miedos que empezaban a ocuparme
                  el corazón, al evocar la desgracia que asolaba a mi querida villa.
                         ¿Y si —ahora— sus garras me tocaban a mí?
                         Silbé —con más energía— hasta que llegamos a las afueras.
                         Al fin —detrás de unas dunas— la casa del Manga.
                         El abrió la puerta y —con un gesto— me indicó que entrara.
                         Debo de haber demorado unos segundos sin decidirme a hacerlo, porque
                  cuando  caminé  hacia  el  interior,  la  silueta  del  Manga  se  recortaba  —hasta
                  desdibujarse— al extremo de un largo y oscuro pasillo.
                         Lo  atravesé  casi  a  tientas  —aún  deslumbrado  por  el  sol  de  la  siesta—
                  mientras me aturdía la música que —¡oh, sorpresa!— había comenzado a resonar
                  a la par de mis propios pasos. ¿De modo que al Manga le gustaba el rock?, ¿y a
                  todo volumen?
                         Al llegar al final de aquel pasillo, el espanto.
                         Me sentí —de improviso— cayendo a un pozo tan oscuro como el pasillo.
                         Mi  caída  terminó  pronto  y  sin  que  me  lastimara:  estaba  aprisionado  en
                  telas que —por lo que podía comprobar con el tacto— eran como las tejidas por




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