Page 39 - Socorro_12_cuentos_para_caerse_de_miedo
P. 39

que alguien lo seguía cada vez que debía tomar un tren. Era como si unas pisadas
                  fueran recorriendo las suyas a medida que caminaba por los andenes. Por eso,
                  evitaba —en lo posible— viajar en ferrocarril.

                         Un sábado como tantos, se preparó para ir a las carreras.
                         Hacía bastante calor y el mediodía amenazaba aumentarlo aún más, por lo
                  que decidió no tomar el repleto micro que solía conducirlo al hipódromo y viajar
                  en tren, más aireado al menos.
                         Ese  día  tuvo  mucha  suerte  con  sus  apuestas  a  los  caballos.  Ganó  una
                  fortuna.
                         La  noche  lo  sorprendió  —entonces—  contentísimo,  esperando  en  esa
                  estación de las afueras el tren de regreso al centro.
                         Mucha gente circulaba por el andén. Ya se veía —a lo lejos— brillar el
                  foco de una locomotora en dirección hacia allí, a toda velocidad.
                         En instantes más, se detenía junto al andén.
                         El hombre se encaminó hacia el borde, quería ser de los primeros en subir
                  a  los  vagones  para  conseguir  asiento.  Él  era  de  los  que  —a  toda  costa  y
                  abriéndose paso a fuerza de codazos—, siempre conseguía viajar sentado.
                         Pero esa vez no. Ni sentado ni parado.
                         La locomotora ensordecía con su silbato y ya todo el gentío se apretujaba
                  en  el  andén,  cuando  los  oídos  del  hombre  creyeron  percibir  esas  pisadas
                  "especiales", las mismas que solía detectar cada vez que debía tomar un tren.
                         Esa  sensación  se  le  antojó  ridícula.  El  andén  estaba  atestado.  No  era
                  posible —ya— dar un paso.
                         Pero sí saltar hacia las vías.
                         Y el hombre lo hizo.
                         Al menos, eso es lo que testificaron todos los que tuvieron la lamentable
                  ocasión de verlo con sus propios ojos.
                         —El  tipo  se  arrojó  cuando  se  acercaba  el  tren.  Lo  hizo  pedazos,
                  imagínense.  Fue  un  espectáculo  espantoso.  Más,  porque  parecía  un  hombre
                  normal, vea. Estaba allí, al lado nuestro, lo más tranquilo, y de repente...
                         Ninguno de los testigos —obviamente— pudo enterarse de lo que  —en
                  verdad— sucedió. Porque el episodio que —realmente— tuvo lugar en aquella
                  estación sólo lo conocieron el hombre... y los angelitos.

                         Tal cual se narra más arriba, el hombre había sentido que lo seguían hasta
                  el borde del andén. Apenas —entonces— si había tenido tiempo como para darse
                  vuelta cuando cuatro manitos infantiles lo empujaron a las vías, al impulso de un
                  vigor sobrenatural.
                         Durante  la  fracción  de  instante  que  le  quedó  de  vida  —antes  de  caer
                  debajo de la locomotora— vio —fugazmente— dos criaturas vestidas a la moda
                  de veinte años atrás.
                         Ellas lo habían empujado. Y eran dos varoncitos de corta edad y los dos lo
                  contemplaron  con  miradas  como  vueltas  para  adentro,  como  de  otro  mundo,
                  mientras él pensaba —por última vez—:
                         —Ni muerto voy a olvidarlo... —y ellos le decían—: "No-so-tros tam-po-




                                                           39
   34   35   36   37   38   39   40   41   42   43   44