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que alguien lo seguía cada vez que debía tomar un tren. Era como si unas pisadas
fueran recorriendo las suyas a medida que caminaba por los andenes. Por eso,
evitaba —en lo posible— viajar en ferrocarril.
Un sábado como tantos, se preparó para ir a las carreras.
Hacía bastante calor y el mediodía amenazaba aumentarlo aún más, por lo
que decidió no tomar el repleto micro que solía conducirlo al hipódromo y viajar
en tren, más aireado al menos.
Ese día tuvo mucha suerte con sus apuestas a los caballos. Ganó una
fortuna.
La noche lo sorprendió —entonces— contentísimo, esperando en esa
estación de las afueras el tren de regreso al centro.
Mucha gente circulaba por el andén. Ya se veía —a lo lejos— brillar el
foco de una locomotora en dirección hacia allí, a toda velocidad.
En instantes más, se detenía junto al andén.
El hombre se encaminó hacia el borde, quería ser de los primeros en subir
a los vagones para conseguir asiento. Él era de los que —a toda costa y
abriéndose paso a fuerza de codazos—, siempre conseguía viajar sentado.
Pero esa vez no. Ni sentado ni parado.
La locomotora ensordecía con su silbato y ya todo el gentío se apretujaba
en el andén, cuando los oídos del hombre creyeron percibir esas pisadas
"especiales", las mismas que solía detectar cada vez que debía tomar un tren.
Esa sensación se le antojó ridícula. El andén estaba atestado. No era
posible —ya— dar un paso.
Pero sí saltar hacia las vías.
Y el hombre lo hizo.
Al menos, eso es lo que testificaron todos los que tuvieron la lamentable
ocasión de verlo con sus propios ojos.
—El tipo se arrojó cuando se acercaba el tren. Lo hizo pedazos,
imagínense. Fue un espectáculo espantoso. Más, porque parecía un hombre
normal, vea. Estaba allí, al lado nuestro, lo más tranquilo, y de repente...
Ninguno de los testigos —obviamente— pudo enterarse de lo que —en
verdad— sucedió. Porque el episodio que —realmente— tuvo lugar en aquella
estación sólo lo conocieron el hombre... y los angelitos.
Tal cual se narra más arriba, el hombre había sentido que lo seguían hasta
el borde del andén. Apenas —entonces— si había tenido tiempo como para darse
vuelta cuando cuatro manitos infantiles lo empujaron a las vías, al impulso de un
vigor sobrenatural.
Durante la fracción de instante que le quedó de vida —antes de caer
debajo de la locomotora— vio —fugazmente— dos criaturas vestidas a la moda
de veinte años atrás.
Ellas lo habían empujado. Y eran dos varoncitos de corta edad y los dos lo
contemplaron con miradas como vueltas para adentro, como de otro mundo,
mientras él pensaba —por última vez—:
—Ni muerto voy a olvidarlo... —y ellos le decían—: "No-so-tros tam-po-
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