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abalanzaba.
                         Cora  no  tuvo  posibilidad  de  defenderse,  ocupada  como  estaba  en  la
                  atención de las necesidades del chiquito. Sintió que un puñetazo la derribaba, a la
                  par que unas manos le arrebataban el bolso.
                         A pesar del sorpresivo ataque y del mareo producido por el solpe, la mujer
                  unió fuerzas y valor y se echó a correr detrás del ladrón, que rumbeaba hacia el
                  paso a nivel como diablo que sopla el viento.
                         Inútil pedir auxilio en esos momentos y en ese sitio: ¿a quién? Ni un alma
                  que no fuera la de Cora, la de Boris, la de Iván o la de ese desdichado que —sin
                  proponérselo— con su robo acababa de convocar a la tragedia para que dijera:
                  "Presente" sobre la mañana del sábado, en unos instantes más.
                         En  su  angustioso  afán  por  recuperar  su  bolso  —donde  tenía  el  único
                  dinero restante para pagar la comunicación telefónica, pasar el fin de semana y
                  aguantar hasta el lunes —en que volvía a trabajar por horas—, a Cora no se le
                  ocurrió otra cosa que correr tras el delincuente.
                         Reacción lógica: ¿Cómo iba a suponer que la desgracia acecharía a sus
                  hijitos si ella disparaba para tratar de agarrar al ladrón?
                         El hombre cruzó el paso a nivel a la carrera.
                         Cora, casi pisándole los talones. Pronto, ambos estuvieron del otro lado de
                  las vías.
                         La persecusión continuaba.
                         Llorando  a  los  gritos  desde  que  habían  visto  a  ese  sujeto  golpear  a  su
                  mamá, Boris e Iván también corrían detrás de ellos, aunque no lograban darles
                  alcance.
                         Boris llegó primero al paso a nivel y empezó a atravesarlo.
                         Su hermanito lo seguía.
                         Los dos, apuradísimos y con los ojitos puestos en la silueta de su mamá.
                         Los dos, desesperados. Los dos solos, sobre las vías y frente a la muerte.
                         Consternado,  el  maquinista  de  ese  tren  que  se  dirigía  al  centro  contaba
                  ante las cámaras de los noticieros de la televisión, horas después:
                         —No  pude  evitarlo.  Esos  angelitos  se  me  aparecieron  de  repente.  Fue
                  terrible, terrible, Dios mío... No voy a olvidarlo mientras viva...
                         —"No-so-tros tam-po-co... Po-bre ma-má... Pobre pa-pá...".
                         Nadie escuchó estas palabras que —sin embargo— fueron pronunciadas
                  una y otra vez el día de la tragedia, hasta que llegó la noche y se internaron en
                  ella.
                         Nadie las escuchó. Pero... ¿quién de nosotros puede oír —fácilmente— las
                  vocecitas de los ángeles?
                         Los  diarios  informaron  —al  día  siguiente—  que  la  vida  de  Boris  se
                  hubiera salvado de haber recibido inmediata atención médica, que la criatura fue
                  rescatada a tiempo por los bomberos pero que no la recibían en el hospital de la
                  zona hasta que —como es habitual en estos casos— se realizara la intervención
                  policial; que se perdieron —aproximadamente— dos preciosas horas hasta que
                  ese trámite pudo cumplirse; que si se hubiese hecho esto o lo otro...
                         "Hubiera o hubiese"... Qué forma verbal inútil en circunstancias así.
                         Se  aplica  para  lamentaciones  tardías  acerca  de  lo  que  ya  es  imposible




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