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CUENTO DE LOS ANGELITOS
Hacía pocos meses que el matrimonio formado por Cora y Eloy Molina
había llegado —con sus dos pequeños— a la gran ciudad, huyendo de la vida
miserable que llevaban en su pueblito.
Sin embargo, "Tuvimos mucha suerte" —decían.
Esos pocos meses habían bastado para que Eloy consiguiera un trabajo
que les permitía alquilar una vivienda en los suburbios y soñar con que ya
habrían de llegar tiempos mejores.
Cora se había empleado como doméstica. Durante las horas de labor fuera
de la casa, dejaba a sus hijos —Boris, de siete años e Iván, de cuatro—, en una
escuela de las inmediaciones.
Sin dudas, la situación económica de la familia Molina había mejorado y
suponían que todo andaría mejor aún, si Eloy se decidía a aceptar ese
ofrecimiento de trasladarse la mitad del año bien al sur del país, contratado por
aquella empresa que necesitaba albañiles como él.
La paga era doble —comparada con la que recibía en la ciudad— pero el
hombre no se resolvía a separarse de los suyos. Después de todo, no hacía mucho
que habían dejado su pueblo y le daba algo de temor que su mujer y sus hijos
permanecieran solos en el nuevo lugar.
Fue la misma Cora quien lo animó.
Le aseguró que ella se sentía —ya— bastante capaz de desenvolverse en
la ciudad y —según decía—, los días iban a pasársele volando, tan atareada como
estaba.
—Pronto volveremos a reunirnos para las fiestas —le repetía a su marido.
Así fue como Eloy se despidió de su mujer y sus hijos y marchó rumbo al
sur.
—Todos los sábados a la mañana vamos a llamar a papá por teléfono —
les prometió Cora a Boris e Iván—. Así nos enteraremos de cómo le va y —
además— así les oye las voces a ustedes, ¿eh?
Durante varios sábados seguidos —después del viaje de Eloy— se le vio
—entonces— a Cora y sus hijos saliendo de su casa bien tempranito.
Era largo el trayecto hasta la cabina telefónica desde donde podían
comunicarse con el padre: caminata de varias cuadras hasta un paso a nivel, cruce
del mismo por un sendero peatonal precariamente abierto y —por fin— otra
fatigosa caminata hasta arribar a la ruta, por donde pasaba el colectivo que los
llevaba al centro de la ciudad.
—Mamá, tengo ganas de hacer pis —le dijo Iván aquel sábado, no bien
los tres habían llegado cerca del paso a nivel.
Cora buscó los arbustos de un baldío como improvisado baño de
emergencia para su hijo menor.
Boris esperaba —juntando piedritas a su alrededor— cuando —de
repente— un hombre apareció junto a su madre, como brotado de los matorrales.
La expresión de su cara daba miedo.
—¡Cuidado, mamá! —le gritó Boris, al ver que el hombre se le
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