Page 13 - Historia de una gaviota y del gato que le enseño a volar - 6° - Septiembre
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Muchas veces, desde la altura vio cómo grandes barcos petroleros
                  aprovechaban los días de niebla costera para alejarse mar adentro a
                  lavar sus tanques. Arrojaban al mar miles de litros de una sustancia
                  espesa y pestilente que era arrastrada por las olas. Pero también vio
                  que a veces unas pequeñas embarcaciones se acercaban a los barcos
                  petroleros y les impedían el vaciado de los tanques. Por desgracia
                  aquellas naves adornadas con los colores del arco iris no llegaban
                  siempre a tiempo a impedir el envenenamiento de los mares.
                       Kengah pasó las horas más largas de su vida posada sobre el
                  agua, preguntándose aterrada si acaso le esperaba la más terrible de
                  las muertes; peor que ser devorada por un pez, peor que sufrir la
                  angustia de la asfixia, era morir de hambre.
                       Desesperada ante la idea de una muerte lenta, se agitó entera y
                  con asombro comprobó que el petróleo no le había pegado las alas al
                  cuerpo. Tenía las plumas impregnadas de aquella sustancia espesa,
                  pero por lo menos podía extenderlas.
                       —Tal vez tenga todavía una posibilidad de salir de aquí y, quién
                  sabe si volando alto, muy alto, el sol derretirá el petróleo —graznó
                  Kengah.
                       Hasta   su   memoria   acudió   una   historia   escuchada   a   una   vieja
                  gaviota de las islas Frisias que hablaba de un humano llamado Icaro,
                  quien para cumplir con el sueño de volar se había confeccionado alas
                  con plumas de águila, y había volado, alto, hasta muy cerca del sol,
                  tanto que su calor derritió la cera con que había pegado las plumas y
                  cayó.
                       Kengah batió enérgicamente las alas, encogió las patas, se elevó
                  un par de palmos y se fue de bruces al agua. Antes de intentarlo
                  nuevamente sumergió el cuerpo y movió las alas bajo el agua. Esta
                  vez se elevó más de un metro antes de caer.
                       El maldito petróleo le pegaba las plumas de la rabadilla, de tal
                  manera   que   no   conseguía   timonear   el   ascenso.   Una   vez   más   se
                  sumergió y con el pico tiró de la capa de inmundicia que le cubría la
                  cola. Soportó el dolor de las plumas arrancadas, hasta que finalmente
                  comprobó que su parte trasera estaba un poco menos sucia.
                       Al quinto intento Kengah consiguió levantar el vuelo.
                       Batía  las  alas con  desesperación,   pues  el  peso de la  capa de
                  petróleo no le permitía planear. Un solo descanso y se iría abajo. Por
                  fortuna era una gaviota joven y sus músculos respondían en buena
                  forma.
                       Ganó altura. Sin dejar de aletear miró hacia abajo y vio la costa
                  apenas perfilada como una línea blanca. Vio también algunos barcos
                  moviéndose cual diminutos objetos sobre un paño azul. Ganó más
                  altura, pero los esperados efectos del sol no la alcanzaban. Tal vez
                  sus rayos prodigaban un calor muy débil, o la capa de petróleo era
                  demasiado espesa.
                       Kengah comprendió que las fuerzas no le durarían demasiado y,
                  buscando un lugar donde descender, voló tierra adentro, siguiendo la
                  serpenteante línea verde del Elba.
                       El movimiento de sus alas se fue tornando cada vez más pesado y
                  lento. Perdía fuerza. Ya no volaba tan alto.


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