Page 10 - Historia de una gaviota y del gato que le enseño a volar - 6° - Septiembre
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Zorbas contrajo aquella deuda precisamente el día en que
abandonó el canasto que le servía de morada junto a sus siete
hermanos.
La leche de su madre era tibia y dulce, pero él quería probar una
de esas cabezas de pescado que las gentes del mercado daban a los
gatos grandes. Y no pensaba comérsela entera, no, su idea era
arrastrarla hasta el canasto y allí maullar a sus hermanos:
—¡Basta ya de chupar a nuestra pobre madre! ¿Es que no ven
cómo se ha puesto de flaca? Coman pescado, que es el alimento de
los gatos de puerto.
Pocos días antes de abandonar el canasto su madre le había
maullado muy seriamente:
—Eres ágil y despierto, eso está muy bien, pero debes cuidar tus
movimientos y no salir del canasto. Mañana o pasado vendrán los
humanos y decidirán sobre tu destino y el de tus hermanos. Con
seguridad les llamarán con nombres simpáticos y tendrán la comida
asegurada. Es una gran suerte que hayan nacido en un puerto, pues
en los puertos quieren y protegen a los gatos. Lo único que los
humanos esperan de nosotros es que mantengamos alejadas a las
ratas. Sí, hijo. Ser un gato de puerto es una gran suerte, pero tú
debes tener cuidado porque en ti hay algo que puede hacerte
desdichado. Hijo, si miras a tus hermanos verás que todos son grises
y tienen la piel rayada como los tigres. Tú, en cambio, has nacido
enteramente negro, salvo ese pequeño mechón blanco que luces bajo
la barbilla. Hay humanos que creen que los gatos negros traen mala
suerte, por eso, hijo, no salgas del canasto.
Pero Zorbas, que por entonces era como una pequeña bola de
carbón, abandonó el canasto. Quería probar una de esas cabezas de
pescado. Y también quería ver un poco de mundo.
No llegó muy lejos. Trotando hacia un puesto de pescado con el
rabo muy erguido y vibrante, pasó frente a un gran pájaro que
dormitaba con la cabeza ladeada. Era un pájaro muy feo y con un
buche enorme bajo el pico. De pronto, el pequeño gato negro sintió
que el suelo se alejaba de sus patas, y sin comprender lo que ocurría
se encontró dando volteretas en el aire. Recordando una de las
primeras enseñanzas de su madre, buscó un lugar donde caer sobre
las cuatro patas, pero abajo lo esperaba el pájaro con el pico abierto.
Cayó en el buche, que estaba muy oscuro y olía horrible.
—¡Déjame salir! ¡Déjame salir! —maulló desesperado.
—Vaya. Puedes hablar —graznó el pájaro sin abrir el pico—. ¿Qué
bicho eres?
—¡O me dejas salir o te rasguño! —maulló amenazante.
—Sospecho que eres una rana. ¿Eres una rana? —preguntó el
pájaro siempre con el pico cerrado.
—¡Me ahogo, pájaro idiota! —gritó el pequeño gato.
—Sí. Eres una rana. Una rana negra. Qué curioso.
—¡Soy un gato y estoy furioso! ¡Déjame salir o lo lamentarás! —
maulló el pequeño Zorbas buscando dónde clavar sus garras en el
oscuro buche.
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