Page 12 - Historia de una gaviota y del gato que le enseño a volar - 6° - Septiembre
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                                          Hamburgo a la vista




























                       Kengah desplegó las alas para levantar el vuelo, pero la espesa
                  ola fue más rápida y la cubrió enteramente. Cuando salió a flote, la
                  luz del día había desaparecido y, tras sacudir la cabeza con energía,
                  comprendió que la maldición de los mares le oscurecía la vista.
                       Kengah, la gaviota de plumas de color plata, hundió varias veces
                  la cabeza, hasta que unos destellos de luz llegaron a sus pupilas
                  cubiertas de petróleo. La mancha viscosa, la peste negra, le pegaba
                  las alas al cuerpo, así que empezó a mover las patas con la esperanza
                  de nadar rápido y salir del centro de la marea negra.
                       Con todos los músculos acalambrados por el esfuerzo alcanzó por
                  fin el límite de la mancha de petróleo y el fresco contacto con el agua
                  limpia. Cuando, a fuerza de parpadear y hundir la cabeza consiguió
                  limpiarse los ojos, miró al cielo, no vio más que algunas nubes que se
                  interponían entre el mar y la inmensidad de la bóveda celeste. Sus
                  compañeras de la bandada del Faro de la Arena Roja volarían ya lejos,
                  muy lejos.
                       Era la ley. Ella también había visto a otras gaviotas sorprendidas
                  por las mortíferas mareas negras y, pese a los deseos de bajar a
                  brindarles   una  ayuda  tan  inútil   como  imposible,   se  había  alejado,
                  respetando   la   ley   que   prohíbe   presenciar   la   muerte   de   las
                  compañeras.
                       Con las alas inmovilizadas, pegadas al cuerpo, las gaviotas eran
                  presas   fáciles   para   los   grandes   peces,   o   morían   lentamente,
                  asfixiadas   por   el   petróleo   que,   metiéndose   entre   las   plumas,   les
                  tapaba todos los poros.
                       Esa era la suerte que le esperaba, y deseó desaparecer pronto
                  entre las fauces de un gran pez.
                       La   mancha   negra.   La   peste   negra.   Mientras   esperaba   el   fatal
                  desenlace, Kengah maldijo a los humanos.
                       —Pero no a todos. No debo ser injusta —graznó débilmente.




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