Page 11 - Historia de una gaviota y del gato que le enseño a volar - 6° - Septiembre
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—¿Crees que no sé distinguir un gato de una rana? Los gatos son
                  peludos, veloces y huelen a pantufla. Tú eres una rana. Una vez me
                  comí varias ranas y no estaban mal, pero eran verdes. Oye, ¿no serás
                  una rana venenosa? —graznó preocupado el pájaro.
                       —¡Sí! ¡Soy una rana venenosa y además traigo mala suerte!
                       —¡Qué dilema! Una vez me tragué un erizo venenoso y no me
                  pasó nada. ¡Qué dilema! ¿Te trago o te escupo? —meditó el pájaro,
                  pero no graznó nada más porque se agitó, batió las alas y finalmente
                  abrió el pico.
                       El   pequeño   Zorbas,   enteramente   mojado   de   babas,   asomó   la
                  cabeza  y   saltó a tierra.  Entonces  vio  al  niño,  que  tenía  al pájaro
                  agarrado por el cogote y lo sacudía.
                       —¡Debes   de   estar   ciego,   pelícano   imbécil!   Ven,   gatito.   Casi
                  terminas en la panza de este pajarraco —dijo el niño, y lo tomó en
                  brazos.
                       Así había comenzado aquella amistad que ya duraba cinco años.
                       El beso del niño en su cabeza lo alejó de los recuerdos. Lo vio
                  acomodarse   la   mochila,   caminar   hasta   la   puerta   y   desde   allí
                  despedirse una vez mas.
                       —Nos vemos dentro de cuatro semanas. Pensaré en ti todos los
                  días, Zorbas. Te lo prometo.
                       —¡Adiós,   Zorbas!   ¡Adiós,   gordinflón!   —se   despidieron   los   dos
                  hermanos menores del niño.
                       El gato grande, negro y gordo oyó cómo cerraban la puerta con
                  doble llave y corrió hasta una ventana que daba a la calle para ver a
                  su familia adoptiva antes de que se alejara.
                       El gato grande, negro y gordo respiró complacido. Durante cuatro
                  semanas sería amo y señor del piso. Un amigo de la familia iría cada
                  día para abrirle una lata de comida y limpiar su caja de gravilla.
                  Cuatro semanas para holgazanear en los sillones, en las camas, o
                  para salir al balcón, trepar al tejado, saltar de ahí a las ramas del
                  viejo   castaño   y   bajar   por   el   tronco   hasta   el  patio   interior,   donde
                  acostumbraba   a   reunirse   con   los   otros   gatos   del   barrio.   No   se
                  aburriría. De ninguna manera.
                       Así pensaba Zorbas, el gato grande, negro y gordo, porque no
                  sabía lo que se le vendría encima en las próximas horas.



























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