Page 80 - El club de los que sobran
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Hice  memoria.  La  ida  al  bar  cerca  de  avenida  Matta,  la  pelea  de  mi  hermano,  los
          segundos de tensión y la cara del tío Rodolfo cuando nos gritó el verdadero nombre del
          Chuña… Sí, era raro. Y había otro dato. Miré a Chupete y se lo conté:
             —Me acuerdo que cuando fuimos al bar, nos advirtió que no le dijéramos a nadie.
             —Sí. Algo extraño pasó ese día. De hecho, cuando volvió, yo estaba en mi pieza. Mi
          papá venía borracho, pero además enojado, algo que no pasa mucho. Me acuerdo que mi
          mamá le preguntó por qué venía así, y él dijo algo que no alcancé a escuchar. Luego
          cerraron la puerta de su pieza y se pusieron a hablar. Después, en la noche, escuché que
          mi  mamá  tiró  algunas  cosas  a  la  basura.  Ahora  sé  que,  entre  esas  cosas,  estaba  la
          fotografía.
             —¿Me estás diciendo que tu mamá no quería que supiéramos esto? ¿Pero por qué?
             No respondió.
             En ese instante, la puerta de entrada se abrió y dos voces femeninas se escucharon. Fue
          como  si  la  creación  de  la  isla  de  Chiloé  se  iniciara  a  diez  metros  de  distancia:  dos
          serpientes peleándose como el bien y el mal. La diferencia es que acá, las dos serpientes
          eran amigas. O al menos parecían serlo.
             Cuando  escuché  a  mi  mamá  hablar  con  la  tía  Rosa,  las  rodillas  se  me  hicieron
          mantequilla, y a lo único que atinamos fue a aferrarnos a la fotografía.
             Nos escondimos debajo de la mesa, cruzamos los dedos y cerramos los ojos.
             Somos un par de niños, concluí.

                                                          * * *

             —Si está acá, lo vamos a encontrar… ¡Sebastián, Sebastián!
             La voz de la tía Rosa estremeció la casa. Chupete tenía los puños tan apretados que
          pensé que comenzaría a sangrar. Onda estigmas, no sé si me siguen. Le pegué fuerte y le
          dije telepáticamente que se mantuviera lo más tranquilo posible.
             Se escucharon puertas abrirse, más gritos y murmullos de mujer enojada.
             —No, parece que no está… —dijo por fin la tía Rosa.
             —¿Ves? Te lo dije. Esos niños andan en algo raro. Y por la culpa de Gabriel, capaz que
          pierda la pega.
             —Ay, linda, un día más, un día menos.
             —Claro, es fácil decirlo cuando no trabajas para la administración pública, Rosa. ¡Pero
          te lo descuentan todo!
             —Sí, ya sé. Por eso te he dicho que te dediques a trabajar en la junta de vecinos.
             —Ya —dijo mi mamá con tono irónico—. ¿Y se supone que la junta de vecinos de este
          barrio pichiruchi me va a pagar las cuentas?
             —Ja, ja, ja… barrio «pichiruchi», hace años que no escuchaba esa palabra.
             —Debe ser que estoy vieja, entonces.
             —Y me lo dices a mí. Mira estas canas. Si con decirte que ya no paro de teñirme…
          incluso ahí, abajo… tú entiendes.
             Miré a Chupete y tuve ganas de que el mundo se viniera abajo. El puso los ojos en
          blanco, como diciendo «esto tiene que ser una mala broma». Pensé: tal vez es mejor que
          me entregue, antes de que mi mamá comience a hablar de los años que ha pasado sin
          que… ustedes entienden.
             Por suerte a mi mamá le bajó un ataque de risa. Ataque que contagió a la tía Rosa, que



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