Page 19 - Terror en el sexto B - Mayo - 6to Básico
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Martes a la quinta hora o la clase de gimnasia


               Juliana era gorda, pesada y lenta. Tenía trece años, uno cincuenta de estatura y cincuenta y
            tantos kilos encima, muchos más de los que su uniforme de gimnasia podía contener.
               Por eso los martes al mediodía, deseaba con todas sus fuerzas no haber nacido. O volverse
            invisible. O vivir lejos, muy lejos del Nuevo Liceo, para no pasar por la tortura de ponerse el
            uniforme en público, delante de las miradas de sus quince compañeras, mucho más esbeltas
            que ella.
               Eso  por  no  hablar  de  las  otras  quince  miradas,  las  de  sus  compañeros  hombres,  que
            siempre se las arreglaban, a esa hora, para espiar por las ventanillas del baño de mujeres.
               —Tal vez —pensaba Juliana para consolarse— tal vez a mí ni me miran... Seguro están con
            los ojos fijos en las bonitas del salón. Por ejemplo, en la creída de la Paula, que siempre se
            cambia junto a la ventana, preciso en el sitio más visible y luego se hace la ofendida cuando
            descubre que la están mirando. Claro... ¡la muy hipócrita!
               La tortura de Juliana llevaba varios años y prometía durar muchos más. Había usado ya
            todas las artimañas, todas las disculpas caseras y todas las excusas médicas para salvarse de
            la gimnasia. Sufrió intensos dolores  de estómago, justo los martes al mediodía. Usó cuello
            ortopédico sólo los martes a la quinta hora. Le dio fiebre de 38 grados dos martes seguidos y
            hasta llegó al extremo de romperse un brazo. Ese sí fue su mejor antídoto, porque logró pasar
            dos meses y medio enyesada. Es decir, diez horas de  gimnasia mirando la clase  desde  las
            graderías, sin mover un dedo.
               Pero  tantos  años  llenos  de  martes  al  mediodía,  habían  terminado  por  agotar  todas  las
            posibilidades de escape. Así que los martes, a la una en punto de la tarde, la clase más cruel
            de la historia volvía a comenzar.
               El  profesor  llegaba  horriblemente  puntual,  con  su  ridículo  uniforme  y  su  silbato  de
            domador de circo, listo para iniciar la función semanal. -
               —Piiiiiiii  —decía  su  silbato.  Lo  que  traducido  a  lenguaje  humano  significaba:  "Hagan
            inmediatamente una fila por orden de estatura".
               —Piiiiiiii —repetía el silbato del domador. Lo que en idioma español quería decir: "Eso no
            es una fila, señoritas. Tomen distancia lateral".

               Después de  diez o quince órdenes silbadas, la fila quedaba, por fin, "decente", según las
            propias  palabras  del  profesor.  Entonces  seguían,  sin  variar  un  milímetro,  los  terribles
            ejercicios de calentamiento.
               —Y uno y dos, respiren profundo.
               —Y uno y dos, flexionen el tronco.
               —Y uno y dos, los brazos a la derecha.
               —Dije a la derecha, señorita Juliana. Me va a tocar devolverla a kinder, a ver si aprende
            lateralidad.
               Risitas ahogadas de todo el curso. El brillante entrenador usaba sus chistes de circo para
            hacer reír al público.
               —Así  es  muy  fácil  ser  payaso,  a  costa  del  malo  de  la  clase  —pensaba  Juliana,  toda
            colorada.
               Y  como  en  esas  pesadillas  en  las  que  uno  sabe  todo  lo  que  sigue  pero  no  puede
            despertarse, la tortura se repetía paso a paso, siempre idéntica para ella.
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