Page 15 - Terror en el sexto B - Mayo - 6to Básico
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O sea que no hubo caso. Cerré la puerta del salón y me quedé ahí parado, en una
encrucijada temblé. No podía ir a la rectoría porque eso significaba salir derechito a buscar
colegio. Tampoco podía seguir ahí, como un bobo
en medio del corredor, esperando a que algún profesor me pillara fuera de clase. Entonces,
me fijé en la puerta vecina de Sexto "B", que tenía una terrible advertencia:
La amenaza era en serio. Entrar a ese cuarto era arriesgarse a que a uno le cortaran la
cabeza, como en el cuento de Barba Azul. Pero, en ese momento, la puerta prohibida fue mi
única tabla de salvación. Preciso ese día estaba sin llave. Moví el picaporte y misteriosamente
se abrió. Ahora que lo pienso, era el destino. En un acto de valentía, entré y me agazapé en un
rincón de ese horrible depósito. Yo lo había visto mil veces desde mi salón. Es que Sexto "B"
tenía una ventana que comunicaba con ese cuarto. Lo llamábamos el acuario porque, con la
nariz pegada al vidrio, podíamos ver todos los tesoros empolvados que ahí se guardaban.
Pero una cosa era ver el acuario desde el salón y otra muy distinta era hacer parte de él. Estar
ahí, agazapado en la penumbra, rodeado de todos esos objetos sobrecogedores, me helaba la
sangre.
De entrada, tropecé con un águila disecada y vi una docena de ratones muertos que
nadaban entre frascos de formol. Más allá estaba la calavera, compartiendo estantería con un
montón de huesos humanos. ¿Qué más quieren que les diga? Para donde mirara, mis ojos se
encontraban con algo cada vez peor: había una familia de insectos clavados en un icopor con
alfileres; un ratón blanco, prisionero entre su jaula; unas láminas de conquistadores que me
miraban furibundos desde el más allá; un rollo de mapas de todos los continentes cubiertos
con telarañas y, al fondo, cerca de la ventana, el plato fuerte: un esqueleto de tamaño natural.
Ver y decir lo que había allá es una cosa. Respirar ese olor a formol mezclado con moho, es
otra muy diferente. El aire empezó a faltarme y me sentí mareado. Pensé que ese cuarto no
estaba diseñado para que alguien se escondiera ahí adentro. De hecho, los profesores
entraban unos segundos, recogían lo que iban a usar en la clase y salían. Claro, además de
morirse del susto, sabían que no había ventilación. El único ventanal, como ya les dije,
limitaba con mi salón y estaba herméticamente sellado. Mi reloj marcaba hasta ahora las ocho
y treinta, o sea que faltaba todavía media hora de clase. ¿Sobreviviría media hora más? El
corazón, que se me iba a salir de la camisa, y las ganas de vomitar, me decían que no. Lo más
seguro era que me encontraran allí desmayado o, de pronto, hasta muerto. Listo para usar en
la clase de anatomía, como todo ese montón de huesos. Cuando me oí con esas palabras entre