Page 88 - El contrato social
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CAPÍTULO XVIII
MEDIOS DE PREVENIR LAS USURPACIONES DEL GOBIERNO
De estas aclaraciones resulta, en confirmación del capítulo XVI, que el acto que instituye el gobierno
no es un contrato, sino una ley; que los depositarios del poder ejecutivo no son los dueños del
pueblo, sino sus servidores; que puede nombrarlos o destituirlos cuando le plazca; que no es cuestión
para ellos de contratar, sino de obedecer, y que, encargándose de las funciones que el Estado les
impone, no hacen sino cumplir con su deber de ciudadanos, sin tener en modo alguno el derecho de
discutir sobre las condiciones.
Por tanto, cuando sucede que el pueblo instituye un gobierno hereditario, sea monárquico en una
familia, sea aristocrático en una clase de ciudadanos, no contrae un compromiso, sino que da una
forma provisional a la administración, hasta que le place ordenarla de otra manera.
Es cierto que estos cambios son siempre peligrosos y que no conviene nunca tocar al gobierno
establecido sino cuando adviene incompatible con el bien público; pero esta circunspección es una
máxima política y no una regla de derecho, y el Estado no está más obligado a dejar la autoridad civil
a sus jefes de lo que lo está de entregar la autoridad militar a sus generales.
También es cierto que no se sabría, en semejante caso, observar con rigor las formalidades que se
requieren para distinguir un acto regular y legítimo de un tumulto sedicioso y la voluntad de un
pueblo de los clamores de una facción. Es preciso, sobre todo, no dar al caso ocioso sino lo que no
se le puede rehusar en todo el rigor del derecho, y de esta obligación es también de donde el príncipe
saca una gran ventaja para conservar su poder, a pesar del pueblo, sin que se pueda decir que lo haya
usurpado; porque, apareciendo no usar sino de sus derechos, le es muy fácil extenderlos e impedir,
bajo el pretexto de la tranquilidad pública, las asambleas destinadas a restablecer el orden; de suerte
que se prevale de un silencio que él impide se rompa, o de las irregularidades que hace cometer, para
suponer en su favor la confesión de aquellos a quienes el temor hace callar y para castigar a los que
se atreven a hablar. Así es como los decenviros, habiendo sido elegidos al principio por un año,
después prorrogado su cargo por otro, intentaron retener perpetuamente su poder, no permitiendo
que los comicios se reuniesen; y este fácil medio es el que han utilizado todos los gobiernos del
mundo, una vez revestidos de la fuerza pública, para usurpar, antes o después, la autoridad soberana.
Las asambleas periódicas de que he hablado antes son adecuadas para prevenir o diferir esta
desgracia, sobre todo cuando no tienen necesidad de convocatoria formal, porque entonces el
príncipe no podría oponerse sin declararse abiertamente infractor de las leyes y enemigo del Estado.
La apertura de estas asambleas, que no tienen por objeto sino el mantenimiento del tratado social,
debe siempre hacerse por dos proposiciones, que no se puedan nunca suprimir y que sean objeto del
sufragio separadamente:
Primera. «Si place al soberano conservar la presente forma de gobierno».
Segunda. «Si place al pueblo dejar la administración a los que actualmente están encargados de
ella».
Doy por supuesto lo que creo haber demostrado, a saber: que no hay en el Estado ninguna ley
fundamental que no se pueda revocar, ni el mismo pacto social; porque si todos los ciudadanos se
reuniesen para romper ese pacto, de común acuerdo, no se puede dudar de que estaría legítimamente