Page 86 - El contrato social
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CAPÍTULO XVI

                 LA INSTITUCIÓN DEL GOBIERNO NO ES UN CONTRATO


  Una  vez  bien  establecido  el  poder  legislativo  se  trata  de  establecer  del  mismo  modo  el  poder
  ejecutivo; porque éste, que sólo opera por actos particulares, no siendo de la misma esencia que el

  otro, se halla, naturalmente, separado de él. Si fuese posible que el soberano, considerado como tal,
  tuviese el poder ejecutivo, el derecho y el hecho estarían confundidos de tal modo que no se sabría

  decir lo que es ley y lo que no lo es, y el cuerpo político, así desnaturalizado, pronto sería presa de la
  violencia, contra la cual fue instituido.
      Siendo todos los ciudadanos iguales por el contrato social, lo que todos deben hacer todos deben
  prescribirlo, así como nadie tiene derecho a exigir que haga otro lo que él mismo no hace. Ahora

  bien; es propiamente este derecho, indispensable para vivir y para mover el cuerpo político, el que el
  soberano da al príncipe al instituir el gobierno.

      Muchos han pretendido que el acto de esta institución era un contrato entre el pueblo y los jefes
  que éste se da; contrato por el cual se estipulaba entre las dos partes condiciones bajo las cuales una
  se obligaba a mandar y la otra a obedecer. Estoy seguro de que se convendrá que ésta es una manera
  extraña de contratar. Pero veamos si es sostenible esta opinión.

      En  primer  lugar,  la  autoridad  suprema  no  puede  ni  modificarse  ni  enajenarse:  limitarla  es
  destruirla. Es absurdo y contradictorio que el soberano se dé a un superior; obligarse a obedecer a un

  señor es entregarse en plena libertad.
      Además,  es  evidente  que  este  contrato  del  pueblo  con  tales  o  cuales  personas  sería  un  acto
  particular; de donde se sigue que este contrato no podría ser una ley ni un acto de soberanía, y que,

  por consiguiente, sería ilegítimo.
      Se ve, además, que las partes contratantes estarían entre sí sólo bajo la ley de naturaleza y sin
  ninguna garantía de sus compromisos recíprocos; lo que repugna de todos modos al estado civil. El

  hecho de tener alguien la fuerza en sus manos, siendo siempre el dueño de la ejecución, equivale a
  dar el título de contrato al acto de un hombre que dijese a otro: «Doy a usted todos mis bienes a
  condición de que usted me entregue lo que le plazca».

      No hay más que un contrato en el Estado: el de la asociación, y éste excluye cualquier otro. No se
  podría imaginar ningún contrato público que no fuese una violación del primero.
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