Page 4 - Cien Años de Soledad
P. 4

Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez


           poder  de   convicción  irresistible.  Lo  envió  a las  autoridades  acompañado    de  numerosos
           testimonios  sobre  sus  experiencias  y de  varios  pliegos  de  dibujos  explicativos,  al  cuidado  de  un
           mensajero que atravesó la      sierra, y se extravió  en  pantanos desmesurados, remontó ríos
           tormentosos y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las fieras, la desesperación y la peste,
           antes de  conseguir una  ruta  de  enlace con  las mulas del  correo. A  pesar de  que el  viaje a la
           capital era en aquel tiempo poco menos que imposible, José Arcadio Buendia prometía intentarlo
           tan pronto  como  se  lo  ordenara  el  gobierno,  con el  fin de  hacer  demostraciones  prácticas  de  su
           invento  ante  los  poderes  militares,  y  adiestrarlos  personalmente  en  las  complicadas  artes  de  la
           guerra  solar. Durante varios años esperó la     respuesta.  Por último, cansado de    esperar, se
           lamentó  ante  Melquíades   del  fracaso  de  su  iniciativa,  y el  gitano  dio  entonces  una prueba
           convincente  de  honradez:  le  devolvió  los  doblones  a  cambio  de  la  lupa,  y  le  dejó  además  unos
           mapas portugueses y varios instrumentos de        navegación. De su    puño   y letra escribió  una
           apretada síntesis de los estudios del monje Hermann, que dejó a su disposición para que pudiera
           servirse del  astrolabio, la  brújula y el  sextante. José Arcadio Buendía pasó los largos meses de
           lluvia encerrado  en  un cuartito  que  construyó  en  el  fondo  de  la  casa  para  que  nadie  perturbara
           sus  experimentos.  Habiendo  abandonado   por  completo  las  obligaciones  domésticas,  permaneció
           noches  enteras  en  el  patio  vigilando  el  curso  de  los  astros,  y estuvo  a punto  de  contraer  una
           insolación por tratar de establecer un método exacto para encontrar el mediodía. Cuando se hizo
           experto  en  el  uso  y manejo  de  sus  instrumentos,  tuvo  una noción  del  espacio  que  le  permitió
           navegar por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar        relación  con  seres
           espléndidos, sin necesidad de abandonar su gabinete. Fue ésa la época en que adquirió el hábito
           de hablar a solas, paseándose por la casa sin hacer caso de nadie, mientras Úrsula y los niños se
           partían el espinazo en la huerta cuidando el plátano y la malanga, la yuca y el ñame, la ahuyama
           y la berenjena. De pronto, sin ningún anuncio, su actividad febril se interrumpió y fue sustituida
           por una  especie de  fascinación. Estuvo varios días como  hechizado, repitiéndose a sí  mismo en
           voz baja un sartal de asombrosas conjeturas, sin dar crédito a su propio entendimiento. Por fin,
           un martes de diciembre, a la hora del almuerzo, soltó de un golpe toda la carga de su tormento.
           Los niños habían de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se
           sentó a la cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el
           encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento.
              -La tierra es redonda como una naranja.
              Úrsula perdió la paciencia. «Si has de volverte loco, vuélvete tú solo -gritó-. Pero no trates de
           inculcar a los niños tus ideas de gitano.» José Arcadio Buendía, impasible, no se dejó amedrentar
           por  la  desesperación de  su  mujer,  que  en  un rapto  de  cólera  le  destrozó  el  astrolabio  contra  el
           suelo. Construyó otro, reunió en el cuartito a los hombres del pueblo y les demostró, con teorías
           que  para  todos  resultaban  incomprensibles,   la  posibilidad  de  regresar  al punto  de  partida
           navegando   siempre   hacia el  Oriente.  Toda la  aldea estaba convencida de    que  José  Arcadio
           Buendía había perdido el juicio, cuando llegó Melquíades a poner las cosas en su punto. Exaltó en
           público la inteligencia de aquel hombre que por pura especulación astronómica había construido
           una teoría  ya comprobada en    la  práctica,  aunque  desconocida hasta entonces   en  Macondo,  y
           como   una prueba de    su  admiración  le  hizo  un regalo  que  había de  ejercer  una influencia
           terminante en el futuro de la aldea: un laboratorio de alquimia.
              Para  esa época, Melquíades   había envejecido  con una rapidez asombrosa. En      sus primeros
           viajes  parecía tener  la  misma edad de  José  Arcadio  Buendia.  Pero  mientras  éste  conservaba su
           fuerza descomunal,   que  le  permitía  derribar  un caballo  agarrándolo  por  las  orejas,  el  gitano
           parecía  estragado  por  una  dolencia  tenaz.  Era,  en  realidad,  el resultado  de  múltiples  y  raras
           enfermedades contraídas en sus incontables viajes alrededor del mundo. Según él mismo le contó
           a José Arcadio Buendia mientras lo ayudaba a montar el laboratorio, la muerte lo seguía a todas
           partes, husmeándole los pantalones, pero sin decidirse a darle el zarpazo final. Era un fugitivo de
           cuantas plagas y catástrofes habían flagelado     al  género  humano.  Sobrevivió  a la  pelagra en
           Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón,
           a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio multitudinario en el
           estrecho de Magallanes. Aquel ser prodigioso que decía poseer las claves de Nostradamus, era un
           hombre lúgubre, envuelto en un aura triste, con una mirada asiática que parecía conocer el otro
           lado de las cosas. Usaba un sombrero grande y negro, como las alas extendidas de un cuervo, y
           un chaleco   de  terciopelo  patinado  por  el  verdín  de  los  siglos.  Pero  a pesar  de  su  inmensa
           sabiduría y de   su  ámbito  misterioso,  tenía un peso  humano,   una condición terrestre  que  lo



                                                             4
   1   2   3   4   5   6   7   8   9