Page 3 - Cien Años de Soledad
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Cien años de soledad

                                                                                     Gabriel  García Márquez





                                                             I


              Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de
           recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces
           una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas
           que se precipitaban    por un    lecho de   piedras pulidas, blancas y enormes como         huevos
           prehistóricos. El  mundo era tan    reciente, que muchas cosas carecían       de  nombre, y para
           mencionarlas había que señalarías con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia
           de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y
           timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de
           barba montaraz y    manos  de  gorrión,  que  se  presentó  con el  nombre  de  Melquiades,  hizo  una
           truculenta  demostración  pública  de  lo  que  él mismo  llamaba  la  octava  maravilla  de  los  sabios
           alquimistas  de  Macedonia.  Fue  de  casa  en  casa  arrastrando  dos  lingotes  metálicos,  y todo  el
           mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio,
           y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse,
           y aun  los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo       aparecían  por donde más se les había
           buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades.
           «Las  cosas,  tienen  vida propia  -pregonaba el  gitano  con áspero  acento-,  todo  es  cuestión  de
           despertarles el ánima.» José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos
           que  el  ingenio  de  la  naturaleza,  y aun más  allá  del  milagro  y la  magia,  pensó  que  era posible
           servirse  de  aquella  invención inútil  para  desentrañar  el  oro  de  la  tierra.  Melquíades,  que  era un
           hombre honrado, le   previno:  «Para  eso no sirve.»  Pero José Arcadio Buendía  no creía  en  aquel
           tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos
           lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar
           el  desmedrado  patrimonio  doméstico,  no  consiguió  disuadirlo.  «Muy pronto  ha de  sobrarnos  oro
           para empedrar la   casa»,  replicó su  marido. Durante varios meses se empeñó      en  demostrar el
           acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando
           los  dos  lingotes  de  hierro  y recitando  en  voz alta el  conjuro  de  Melquíades.  Lo  único  que  logró
           desenterrar fue una armadura del siglo xv con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido,
           cuyo  interior  tenía la  resonancia  hueca  de  un enorme  calabazo  lleno  de  piedras.  Cuando  José
           Arcadio  Buendía y los   cuatro  hombres   de  su  expedición  lograron  desarticular  la  armadura,
           encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre
           con un rizo de mujer.
              En  marzo  volvieron los  gitanos.  Esta vez llevaban un catalejo  y una lupa del  tamaño  de  un
           tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los judíos de Amsterdam. Sentaron una
           gitana en  un extremo  de  la  aldea e  instalaron  el  catalejo  a la  entrada de  la  carpa.  Mediante  el
           pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la gitana al alcance de su mano.
           «La ciencia ha eliminado   las distancias», pregonaba Melquíades. «Dentro     de  poco, el  hombre
           podrá ver  lo  que  ocurre  en  cualquier  lugar  de  la  tierra,  sin moverse  de  su  casa.»  Un mediodía
           ardiente  hicieron  una asombrosa demostración   con la  lupa gigantesca: pusieron   un montón   de
           hierba seca  en  mitad de  la  calle  y le  prendieron  fuego  mediante  la  concentración de  los  rayos
           solares. José  Arcadio  Buendía, que  aún no  acababa de  consolarse  por  el  fracaso  de  sus imanes,
           concibió la idea de utilizar aquel invento como un arma de guerra. Melquíades, otra vez, trató de
           disuadirlo. Pero terminó por aceptar los dos lingotes imantados y tres piezas de dinero colonial a
           cambio  de  la  lupa.  Úrsula  lloró  de  consternación.  Aquel  dinero  formaba parte  de  un cofre  de
           monedas de oro que su padre había acumulado en toda una vida de privaciones, y que ella había
           enterrado  debajo  de  la  cama en  espera  de  una buena ocasión para    invertirías.  José  Arcadio
           Buendía no trató siquiera de consolarla, entregado por entero a sus experimentos tácticos con la
           abnegación de un científico y aun a riesgo de su propia vida. Tratando de demostrar los efectos
           de  la  lupa  en  la  tropa  enemiga,  se  expuso  él mismo  a  la  concentración  de  los  rayos  solares  y
           sufrió  quemaduras que se convirtieron   en  úlceras y tardaron  mucho tiempo   en  sanar. Ante  las
           protestas de su mujer, alarmada por tan peligrosa inventiva, estuvo a punto de incendiar la casa.
           Pasaba  largas  horas  en  su  cuarto,  haciendo  cálculos  sobre  las  posibilidades  estratégicas  de  su
           arma novedosa, hasta que logró componer un manual de una asombrosa claridad didáctica y un



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