Page 48 - Fahrenheit 451
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-¡Basta de eso! -dij0 Beatty-. ¿Dónde están?                    ban demasiado ruido, riendo, bromeando, para disimular
               Abofeteó a la mujer con sorprendente impasibilidad,             el terrible silencio acusador de la mujer. Ella hacía que las
            y repitió la  pregunta.  La mirada de la vieja se  fijó en         habitaciones vacías clamaran acusadoras y desprendieran
            Beatty.                                                            un  fino  polvillo de  culpabilidad que era absorbido  por
               -Usted ya sabe dónde están o, de lo contrario, no ha­           ellos al moverse por la casa. Montag sintió una irritación
            bría venido -dijo.                                                 tremenda. ¡Por encima de todo, ella no debería estar allí!
               Stoneman alargó la tarjeta de alarma telefónica, con la            Los libros bombardearon sus hombros, sus brazos, su
            denuncia firmada por duplicado, en el dorso:                       rostro levantado. Un libro aterrizó, casi obedientemente,
                                                                               como una paloma blanca, en sus manos, agitando las alas.
               Tengo motivos para sospechar del ático.  Elm,  número           A la  débil e incierta luz, una página desgajada asomó,  y
            11, ciudad.                                                        era  como  un  copo  de  nieve con las  palabras  delicada­
                                                        E. B.                  mente  impresas  en ella.  Con  toda  su  prisa  y  su celo,
                                                                               Montag sólo tuvo un instante para leer una línea,  pero
                                                                               ésta  ardió  en  su  cerebro  durante  el  minuto  siguiente
               -Debe, de ser Mrs. Blake, mi vecina -dijo la mujer,             como si se la hubiesen grabado con un acero.  El  tiempo
            leyendo las iniciales.                                             se ha dormido a la luz del sol del atardecer. Montag dejó
               -¡Bueno, muchachos, a por ellos!                                caer el libro. Inmediatamente cayó otro entre sus brazos.
               Al instante, iniciaron el ascenso en la oscuridad, gol­            -¡Montag, sube!
            peando con sus hachuelas plateadas puertas que, sin em­               La mano de Montag se cerró como una boca, aplastó
            bargo, no estaban cerradas, tropezando los unos con los            el libro con fiera devoción, con fiera inconsciencia, con­
            otros, como chiquillos, gritando y alborotando.                    tra su pecho. Los hombres, desde arriba, arrojaban al aire
               -¡Eh!                                                           polvoriento montones de revistas que caían como pájaros·
               Una  catarata  de libros  cayó  sobre Montag mientras           asesinados, y la mujer permanecía abajo, como una niña,
            éste ascendía vacilantemente la empinada escalera. ¡ Qué           entre los cadáveres.
            inconveniencia!  Antes,  siempre había sido tan sencillo              Montag no hizo nada.  Fue su mano la  que actuó,  su
            como apagar una vela. La Policía llegaba primero, amor­            mano, con un cerebro propio, con una conciencia y una
            dazaba y ataba a la víctima y se la llevaba en sus resplan­        curiosidad en cada dedo tembloroso, se había convertido
            decientes vehículos,  de  modo que cuando llegaban los             en ladrona.  En aquel momento, metió el libro  bajo su
            bomberos encontraban la casa vacía. No se dañaba a na­             brazo, lo apretó con fuerza contra la sudorosa axila; salió
            die,  únicamente a objetos.  Y puesto que  los  objetos no         vacía, con agilidad de prestidigitador.  ¡Mira aquí!  ¡Ino­
            podfan sufrir, puesto que los objetos no sentían nada ni           cente! ¡Mira!
            chillaban o gemían, como aquella mujer podía empezar a                Montag  contempló,  alterado, aquella mano  blanca.
            hacerlo en cualquier momento, no había razón para sen­             La mantuvo  a distancia,  como si padeciese presbicia.  La
            tirse, después, una conciencia culpable. Era tan sólo una          acercó al rostro, como si fuese miope.
            operación de limpieza.  Cada  cosa en su  sitio.  ¡Rápido             -¡Montag!
            con el petróleo! ¿ Quién tiene una cerilla?                           El aludido se volvió con sobresalto.
               Pero  aquella  noche,  alguien  se  había  equivocado.             -¡No te quedes ahí parado, estúpido!
            Aquella mujer estropeaba el ritual.  Los hombres arma-                Los  libros yacían como  grandes  montones  de peces

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