Page 50 - Fahrenheit 451
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puestos a  secar.  Los  hombres  bailaban,  resbalaban  y             -Márchese -replicó la mujer.
            caían sobre ellos. Los títulos hacían brillar sus ojos dora­          -Tres. Cuatro.
            dos, caían, desaparecían.                                             -Vamos.
               -¡Petróleo!                                                        Montag tiró de la mujer.
               Bombearon el frío fluido desde los tanques con el nú­              -Quiero quedarme aquí -contestó  ella  con sere-
            mero 451 que llevaban sujetos a sus hombros. Cubrieron             nidad.
            cada libro, inundaron las habitaciones.                               -Cinco. Seis.
               Corrieron escaleras abajo; Montag avanzó en pos de                 -Puedes dejar de contar -dijo ella.
            ellos, entre los vapores del petróleo.                                Abrió ligeramente los dedos de una mano; en la palma
               -jVamos, mujer!                                                 de la misma había un objeto delgado.
               Ésta se arrodilló entre los libros, acarició la empapada           Una vulgar cerilla de cocina.
            piel, el impregnado cartón, leyó los títulos  dorados con             Esta visión hizo que los hombres se precipitaran fuera
            los dedos mientras su mirada acusaba a Montag.                     y se alejaran de la  casa a todo correr.  Para mantener su
               -No pueden quedarse con mis libros -dijo.                       dignidad, el capitán Beatty retrocedió lentamente a través
               -Y a conoce la ley -replicó Beatty-. ¿ Dónde está su            de la puerta principal, con el rostro quemado y brillante
            sentido común? Ninguno de esos libros está de acuerdo              gracias a un millar de incendios y de emociones noc­
            con el otro. Usted lleva aquí encerrada años con una con­          turnas.  «Dios -pensó Montag-,  ¡cuán  cierto  es!  La
            denada torre de Babel.  ¡Olvídese de ellos!  La  gente  de         alarma siempre llega de noche. ¡Nunca durante el día!»
            esos libros nunca ha existido. ¡Vamos!                             ¿Se debe a que el fuego es más bonito por la noche? ¿Más
               Ella meneó la cabeza.                                           espectacular, más llamativo? El rostro sonrojado de Beat­
               -Toda la casa va a arder -advirtió Beatty.                      ty mostraba,  ahora,  una leve  expresión de  pánico.  Los
               Con torpes movimientos, los hombres traspusieron la             dedos  de la mujer se engarfiaron  sobre la  única cerilla.
            puerta. Volvieron la cabeza hacia Montag, quien perma­             Los vapores del petróleo la rodeaban. Montag sintió que
            necía cerca de la mujer.                                           el libro oculto latía como un corazón contra su pecho.
               -¡No iréis a dejarla aquí! -protestó él.                           -Váyase -dijo la mujer.
               -No quiere salir.                                                  Y Montag, mecánicamente, atravesó el vestíbulo, saltó
              -¡Entonces, obligadla!                                           por la puerta en pos de Beatty,  descendió los escalones,
              Beatty levantó una mano, en la que llevaba oculto el             cruzó el jardín, donde las huellas del petróleo formaban
            deflagrador.                                                       un rastro semejante al de un caracol maligno.
              -Hemos de regresar al cuartel. Además,  esos fanáti­                En el porche  frontal,  adonde ella se había asomado
            cos siempre tratan de suicidarse. Es la reacción familiar.         para calibrarlos  silenciosamente con la mirada, y había
            .   Montag apoyó una de sus manos en el codo de la mu­             una condena  en aquel silencio,  la mujer permaneció in­
            Jer.                                                               móvil.
              -Puede venir conmigo.                                               Beatty agitó los dedos para encender el petróleo.
              -No -contestó ella-. Gracias, de todos modos.                       Era demasiado tarde. Montag se quedó boquiabierto.
              -Vamos a contar  hasta  diez -dijo Beatty-.  Uno.                   La mujer, en el porche, con una mirada de desprecio
            Dos.                                                               hacia todos, alargó el brazo y encendió la cerilla, frotán­
              -Por favor -dijo Montag.                                         dola contra la barandilla.

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