Page 49 - Fahrenheit 451
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-¡Basta de eso! -dij0 Beatty-. ¿Dónde están? ban demasiado ruido, riendo, bromeando, para disimular
Abofeteó a la mujer con sorprendente impasibilidad, el terrible silencio acusador de la mujer. Ella hacía que las
y repitió la pregunta. La mirada de la vieja se fijó en habitaciones vacías clamaran acusadoras y desprendieran
Beatty. un fino polvillo de culpabilidad que era absorbido por
-Usted ya sabe dónde están o, de lo contrario, no ha ellos al moverse por la casa. Montag sintió una irritación
bría venido -dijo. tremenda. ¡Por encima de todo, ella no debería estar allí!
Stoneman alargó la tarjeta de alarma telefónica, con la Los libros bombardearon sus hombros, sus brazos, su
denuncia firmada por duplicado, en el dorso: rostro levantado. Un libro aterrizó, casi obedientemente,
como una paloma blanca, en sus manos, agitando las alas.
Tengo motivos para sospechar del ático. Elm, número A la débil e incierta luz, una página desgajada asomó, y
11, ciudad. era como un copo de nieve con las palabras delicada
E. B. mente impresas en ella. Con toda su prisa y su celo,
Montag sólo tuvo un instante para leer una línea, pero
ésta ardió en su cerebro durante el minuto siguiente
-Debe, de ser Mrs. Blake, mi vecina -dijo la mujer, como si se la hubiesen grabado con un acero. El tiempo
leyendo las iniciales. se ha dormido a la luz del sol del atardecer. Montag dejó
-¡Bueno, muchachos, a por ellos! caer el libro. Inmediatamente cayó otro entre sus brazos.
Al instante, iniciaron el ascenso en la oscuridad, gol -¡Montag, sube!
peando con sus hachuelas plateadas puertas que, sin em La mano de Montag se cerró como una boca, aplastó
bargo, no estaban cerradas, tropezando los unos con los el libro con fiera devoción, con fiera inconsciencia, con
otros, como chiquillos, gritando y alborotando. tra su pecho. Los hombres, desde arriba, arrojaban al aire
-¡Eh! polvoriento montones de revistas que caían como pájaros·
Una catarata de libros cayó sobre Montag mientras asesinados, y la mujer permanecía abajo, como una niña,
éste ascendía vacilantemente la empinada escalera. ¡ Qué entre los cadáveres.
inconveniencia! Antes, siempre había sido tan sencillo Montag no hizo nada. Fue su mano la que actuó, su
como apagar una vela. La Policía llegaba primero, amor mano, con un cerebro propio, con una conciencia y una
dazaba y ataba a la víctima y se la llevaba en sus resplan curiosidad en cada dedo tembloroso, se había convertido
decientes vehículos, de modo que cuando llegaban los en ladrona. En aquel momento, metió el libro bajo su
bomberos encontraban la casa vacía. No se dañaba a na brazo, lo apretó con fuerza contra la sudorosa axila; salió
die, únicamente a objetos. Y puesto que los objetos no vacía, con agilidad de prestidigitador. ¡Mira aquí! ¡Ino
podfan sufrir, puesto que los objetos no sentían nada ni cente! ¡Mira!
chillaban o gemían, como aquella mujer podía empezar a Montag contempló, alterado, aquella mano blanca.
hacerlo en cualquier momento, no había razón para sen La mantuvo a distancia, como si padeciese presbicia. La
tirse, después, una conciencia culpable. Era tan sólo una acercó al rostro, como si fuese miope.
operación de limpieza. Cada cosa en su sitio. ¡Rápido -¡Montag!
con el petróleo! ¿ Quién tiene una cerilla? El aludido se volvió con sobresalto.
Pero aquella noche, alguien se había equivocado. -¡No te quedes ahí parado, estúpido!
Aquella mujer estropeaba el ritual. Los hombres arma- Los libros yacían como grandes montones de peces
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