Page 44 - Fahrenheit 451
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para dar tiempo a que la muchacha apareciese. Estaba se­            bierto de carbón, sus cejas  sucias de hollín y sus mejillas
            guro de  que si seguía la misma ruta todo saldría bien.             manchadas de ceniza  cuando  estaban recién afeitados;
            Pero era tarde, y la llegada del convoy puso punto final a          pero parecía su herencia. Montag dio un respingo y abrió
            sus planes.                                                         la boca. ¿Había visto, alguna vez, a un bombero que no
              El revoloteo de los naipes,  el movimiento de las ma­             tuviese el cabello negro, las cejas negras, un rostro fiero y
            nos, de los párpados, el zumbido de la voz que anunciaba            un  aspecto  hirsuto,  incluso recién  afeitado?  ¡Aquellos
            la hora  en  el  techo  del  cuartel  de  bomberos:  « ••• una      hombres eran reflejos de sí mismo! Así, pues, ¿se escogía
            treinta y cinco. Jueves mañana, 4 noviembre  ... Una trein-         a los bomberos tanto por su aspecto como por sus incli­
            ta y seis  ... Una treinta y siete de la mañana  ...  »  El rumor   naciones? El color de las brasas y la ceniza en ellos, y el
            de los naipes en la grasienta mesa  ... Todos los sonidos lle­      ininterrumpido olor a quemado de sus pipas. Delante de
            gaban a Montag tras sus ojos cerrados, tras la barrera que          él,  el  capitán  Beatty  lanzaba  nubes  de humo  de  tabaco.
            había erigido momentáneamente. Percibía el cuartel lleno            Beatty abría un nuevo paquete de picadura, produciendo
            de centelleos y de silencio, de colores de latón, de colores        al arrugar el celofán ruido de crepitar de llamas.
            de las monedas, de oro, de plata. Los hombres, invisibles,            Montag examinó los naipes que tenía en las manos.
            al otro ladó de la mesa, suspiraban ante sus naipes, espe­            -Es  ... estaba  pensando  sobre  el fuego  de la semana
            rando.  « ... Una cuarenta y cinco  ...  »  El reloj oral pronun­   pasada.  Sobre  el  hombre  cuya  biblioteca  liquidamos.
            ció lúgubremente la fría hora de una fría mañana de un              ¿  Qué le sucedió?
            año aún más frío.                                                     -Se lo llevaron chillando, al manicomio.
              -¿Qué te ocurre, Montag?                                            -Pero no estaba loco.
              El aludido abrió los ojos.                                          Beatty arregló sus naipes en silencio.
               Una radio susurraba en algún sitio:  . . .  la guerra puede        -Cualquier  hombre  que crea  que  puede  engañar  al
            ser  declarada  en  cualquier  momento.  El país  está  listo       Gobierno y a nosotros está loco.
           para defender sus  ...                                                 -Trataba  de  imaginar -dijo Montag- qué sensa­
              El cuartel se estremeció cuando una numerosa escua­              ción producía ver que los bomberos quemaban nuestras
            drilla de reactores lanzó su nota aguda en el oscuro cielo         casas y nuestros libros.
            matutino.                                                             -Nosotros no tenemos libros.
              Montag parpadeó. Beatty le miraba como si fuese una                 -Si los tuviésemos  ...
            estatua en un museo. En cualquier momento, Beatty po­                 -¿Tienes alguno?
            día levantarse y acercársele,  tocar, explorar  su culpabili­         Beatty parpadeó lentamente.
            dad. ¿Culpabilidad? ¿  Qué culpabilidad era aquélla?                  -No.
              -Tú juegas, Montag.                                                 Montag miró hacia la pared,  más allá de ellos,  en  la
              Miró a aquellos hombres, cuyos rostros estaban tosta­            que había las listas mecanografiadas de un millón de  li­
            dos por  un millar de incendios auténticos  y otros diez           bros prohibidos. Sus nombres se consumían en el fuego,
            millones de imaginarios,  cuyo trabajo les enrojecía las           destruyendo los años bajo su hacha y su manguera, que
            mejillas y ponía una mirada febril en sus  ojos. Aquellos          arrojaba petróleo en vez de agua.
            hombres  que contemplaban con fijeza las  llamas de sus               -No.
            encendedores de  platino cuando encendían sus  negras                 Pero, procedente de las rejas de ventilación de su casa,
            boquillas que ardían eternamente. Ellos y su cabello cu-           un fresco viento empezó  a soplar helándole suavemente

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