Page 36 - Fahrenheit 451
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que congenian  conmigo.  Por eso  pienso  que es tan ex­          ponían en marcha las combinaciones del sistema olfativo
            traño que sea usted bombero. Porque la verdad es que no           del Sabueso,  y  soltaban  ratas  en el  área  del cuartel de
            parece un trabajo indicado para usted.                            bomberos; otras veces, pollos,  y otras, gatos que, de to­
               Montag  sintió que  su cuerpo  se dividía en calor y           dos modos, hubiesen tenido que ser ahogados, y se ha­
            frialdad, en suavidad y dureza, en temblor y firmeza,  y          cían apuestas acerca de qué presa el Sabueso cogería pri­
            ambas mitades se fundían la una contra la otra.                   mero.  Los  animales  eran soltados.  Tres segundos más
               -Será mejor que acudas a tu cita -dijo, por fin.               tarde, el fuego había terminado la rata, el gato o el pollo
               Y ella se alejó corriendo y le dejó plantado allí bajo la      atrapado en  müad del patio, sujeto por las suaves pezu­
            lluvia. Montag tardó un buen rato en moverse.                     ñas, mientras una aguja hueca de diez centímetros surgía
               Y luego, muy lentamente, sin dejar de andar, levantó           del morro del Sabueso para inyectar una dosis masiva de
            el rostro hacia la lluvia, sólo por un momento, y abrió la        morfina o de procaína. La presa era arrojada luego al in­
            boca ...                                                          cinerador. Empezaba otra partida.
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                                                                              Hubo una vez, dos años atrás, en que hizo una apuesta y
               El Sabueso Mecánico dormía sin dormir, vivía sin vi­           perdió el  salario  de una  semana,  debiendo enfrentarse
            vir en el suave zumbido, en la suave vibración  de la pe­         con la furia insana de Mildred, que aparecía en sus venas
            rrera  débilmente iluminada,  en un rincón oscuro de la           y sus manchas rojizas. Pero, ahora, durante la noche, per­
            parte trasera del cuartel de bomberos. La débil luz de la         manecía tumbado en su litera con el rostro vuelto hacia la
            una de la madrugada, el claro de luna enmarcado en  el            pared, escuchando las  carcajadas de abajo y el rnmor de
            gran ventanal tocaba algunos puntos del latón, el cobre y         las patas de los roedores, seguidos por el rápido y silen­
            el acero de la bestia levemente temblorosa. La luz se re­         cioso movimiento del Sabueso que saltaba bajo la cruda
            flejaba en  porciones de vidrio color  rubí y en sensibles        luz,  encontrando,  sujetando a su víctima,  insertando la
            pelos  capilares,  del  hocico  de la  criatura,  que temblaba    aguja y regresando a su perrera para morir como si se hu­
            suave, suavemente,  con  sus  ocho  patas de pezuñas de           biese dado vueltas a un conmutador.
            goma recogidas bajo el cuerpo.                                       Montag tocó el hocico. El Sabueso gruñó.
              Montag  se deslizó  por  la barra  de  latón  abajo.  Se           Montag dio un salto hacia atrás.
            asomó a observar la ciudad, y las nubes habían desapare­             El Sabueso se levantó a medias en su perrera y le miró
            cido  por  completo;  encendió un cigarrillo, retrocedió          con ojos verdeazulados de neón que parpadeaban en sus
            para inclinarse y mirar al Sabueso. Era como una gigan­           globos  repentinamente activados. Volvió a  gruñir, una
            tesca abeja que regresaba a la colmena desde algún campo          extraña combinación de siseo eléctrico, de crepitar y de
            donde la miel está llena de salvaje veneno, de insania o de       chirrido de  metal,  un  girar de engranajes que parecían
            pesadilla, con el cuerpo atiborrado de aquel néctar exce­         oxidados y llenos de recelo.
            sivamente rico y, ahora, estaba durmiendo para eliminar             -No, no, muchacho -dijo Montag.
            de sí los humores malignos.                                          El córazón le latió fuertemente. Vio que la aguja pla­
              -Hola -susurró Montag,  fascinado como siempre,                 teada asomaba un par de centímetros, volvía a ocultarse,
            por la bestia muerta, la bestia viviente.                         asomaba un  par de centímetros, volvía a ocultarse,  aso­
              De noche, cuando se aburría, lo que ocurría a diario,           maba, se ocultaba. El gruñido se acentuó, y la bestia miró
           los hombres se dejaban resbalar por las barras de latón y          a Montag.

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