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aire oscuro con lluvia que caía suavemente y con regula­  llo no era ningún espectáculo imaginario que  podía ser
 ridad, lavaban las aceras y corrían hasta la calle. Unas go­  contemplado mientras huía hacia el río;  en realidad, era
 tas de aquella lluvia mojaban el rostro de Montag. Le pa­  su propia partida de ajedrez la que estaba contemplando,
 reció que el viejo le gritaba adiós, pero no estuvo seguro.   movimiento tras movimiento.
 Corrió muy aprisa, alejándose de la casa, hacia el río.   Gritó para darse el impulso necesario para alejarse de
 Montag corrió.   la ventana de aquella última casa, y del fascinador espec­
 Podía sentir el Sabueso, como el otoño,  que se acer­  táculo que había allí. ¡Diablo! ¡Y emprendió la marcha de
 caba, frío, seco y veloz, como un viento que no agitara la   nuevo!  La avenida, una calle, otra, otra, y el olor del río.
 hierba, que no hiciera crujir las ventanas ni desplazara las   U na  pierna,  la  otra.  Veinte  millones  de  Montag  co­
 hojas  en  las  blancas  aceras.  El  Sabueso  no  tocaba  el   rriendo, muy pronto, si las cámaras le enfocaban. Veinte
 mundo.  Llevaba consigo su silencio, de modo que, a tra­  millones de Montag corriendo, corriendo como un per­
 vés de toda la ciudad, podía percibirse el silencio que iba   sonaje de película cómica, policías, ladrones, perseguido­
 creando. Montag sintió aumentar la presión, y corrió.   res y perseguidos, cazadores y cazados, tal como lo había
 Se  detuvo  para recobrar el aliento,  camino  del  río.   visto un millar de veces. Tras de él, ahora, veinte millones
 Atisbó por las ventanas débilmente iluminadas de las ca­  de silenciosos Sabuesos atravesaban los salones, de la pa­
 sas y vio las siluetas de sus habitantes que contemplaban   red  derecha a la central; luego, a la izquierda, desapare­
 en  los  televisores  murales al Sabueso Mecánico,  un sus­  cían.
 piro de vapor de neón, que corría veloz. Ahora, en Elm   Montag se metió su radio auricular en una oreja.
 Terrace,  Lincoln, Cak, Park,  y calle arriba hacia la casa   -La Policía sugiere a toda la población del sector de
 de Faber.   Elm Terrace que haga lo siguiente: en todas las casas de
 «Pasa de largo -pensó Montag-, no te detengas, si­  todas las calles, todo el mundo debe abrir la puerta delan­
 gue adelante, no te desvíes. »   tera o trasera, o mirar por una ventana. El fugitivo no po­
 En el televisor mural apareció la casa de Faber, con su   drá escapar si, durante el minuto siguiente todo el mundo
 rociador de césped que empapaba el aire nocturno.   mira desde el exterior de su casa. ¡Preparados!
 El Sabueso hizo una pausa y se estremeció.   ¡Claro!  ¿Por qué no lo habían hecho antes? ¿Por qué,
 ¡No!  Montag se aferró al alféizar de la ventana.  ¡Por   en todos los años, no habían intentado aquel juego? ¡To­
 este camino! ¡Aquí!   dos  arriba,  todos  afuera!  ¡No  podía  pasar inadvertido!
 La aguja de procaína asomó y se escondió, asomó y se   ¡El único hombre  que corría solitario por la ciudad, el
 escondió. Una gotita transparente de la droga cayó de la   único hombre que ponía sus piernas a prueba!
 aguja cuando ésta desapareció en el hocico del Sabueso.   -¡A la cuenta de diez! ¡Uno! ¡Dos!
 Montag contuvo el aliento, y sintió una opresión en el   Montag sintió que la ciudad se levantaba.
 pecho.    -¡Tres!
 El Sabueso Mecánico se volvió y se alejó de la casa de   Montag sintió que la ciudad se dirigía hacia sus milla-
 Faber, calle abajo.   res de puertas.
 Montag desvió su mirada hacia el cielo. Los helicópte­  ¡Aprisa! ¡ Una pierna, la otra!
 ros estaban más próximos, como una nube de insectos   -¡Cuatro!
 que acudiesen hacia una solitaria fuente luminosa.   La gente atravesaba sus recibidores.
 Con un esfuerzo, Montag recordó de nuevo que aque-  -¡Cinco!

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