Page 142 - Fahrenheit 451
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a su alrededor. Se tocó la mejilla magullada-. Sin ningún              La casa estaba silenciosa.
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           moti,,o en absoluto, me hubiesen matado. »                          del denso perfume de rosas y de hierba humedecida por
                          �
            .  Siguió camin ndo hasta  el bordillo  más lejano, pi­
           diendo a cada pie que siguiera moviéndose. Sin darse                el rocío nocturno. Tocó la puerta posterior, vio que es­
           cuenta,  había  recogido  los  libros  desperdigados;  no           taba abierta,  se deslizó dentro, cruzó el porche, y escu­
           recordaba haberse inclinado ni haberlos tocado.  Siguió             chó.
           pasándolos de una a otra mano, como si fuesen una ju­                  «¿Duerme usted ahí  dentro, Mrs. Black? -pensó-.
           gada de póquer que no acababa de comprender.                        Lo que voy a hacer no está bien, pero su esposo lo hizo
           .   «Quisiera saber si son los mismos que mataron a Cla­            con otros,  y nunca preguntó ni sintió duda,  ni se preo­
          nsse. »                                                              cupó. Y, ahora, puesto que es usted la esposa de un bom­
             Se detuvo y su mente volvió a repetirlo.                          bero, es su casa y su turno,  en  compensación  por todas
             «¡Quisiera saber si son los mismos que mataron a Cla-             las casas que su esposo quemó y por las personas a quie­
          risse!»                                                              nes perjudicó sin pensar. »
             Sintió deseos de correr en pos de ellos, chillando.                  La casa no respondió.
             Sus ojos se humedecieron.                                            Montag escondió los libros en la cocina, volvió a salir
             Lo que le había salvado fue caer de bruces. El conduc­            al  callejón,  miró  hacia atrás;  y la  casa  seguía oscura y
          tor del vehículo, al ver caído a Montag consideró instan­            tranquila, durmiendo.
          táneamente la probabilidad de que pisar el cuerpo a aque­               En su camino a través de la ciudad, mientras los heli­
          lla velocidad podía volcar el vehículo y matarlos a todos.           cópteros revoloteaban en el cielo como trocitos de papel,
          Si Montag hubiese seguido siendo un objetivo vertical...             telefoneó y dio la  alarma desde una cabina solitaria a la
             Montag quedó boquiabierto.                                        puerta de una tienda cerrada durante la noche. Después,
             Lejos, en la avenida, a cuatro manzanas de distancia, el          permaneció en el frío aire nocturno, esperando y, a lo le­
          vehículo había frenado, girado sobre dos ruedas, y retro­            jos,  oyó que las sirenas se  ponían en funcionamiento,  y
          cedía ahora velozmente por la mano contraria de la calle,            que las  salamandras llegaban,  llegaban  para  quemar  la
          adquiriendo impulso.                                                 casa de  Mr.  Black,  en  tanto  éste se  encontraba traba­
             Pero Montag ya estaba oculto en la seguridad del os­              jando, para hacer que su esposa se estremeciera en el aire
          curo callejón en busca del cual había emprendido aquel               del amanecer, mientras que el techo cedía y caía sobre la
          largo viaje, ignoraba ya si una hora o un minuto antes. Se           hoguera. Pero, ahora, ella aún estaba dormida.
          estremeció en  las tinieblas y volvió la cabeza para ver                «Buenas noches, Mrs. Black », pensó Montag.
          cómo el vehículo lo pasaba veloz y volvía a situarse en el
          centro de la avenida.  Las carcajadas  se mezclaban con
          el ruido del motor.                                                     -¡Faber!
             Más lejos, mientras Montag se movía en la oscuridad,                 Otro golpecito, un susurro y una larga espera. Luego,
          pudo ver que los helicópteros caían, caían como los pri­             al cabo de un minuto, una lucecilla brilló dentro de la ca­
          meros copos de nieve del  largo invierno que se aproxi­              sita de Faber.
          maba.                                                                   Tras otra pausa, la puerta posterior se abrió.
                                                                                  Faber  y Montag se miraron a la media luz  como si
                                                                               cada uno de ellos no  creyese en la  existencia  del otro.
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