Page 134 - Fahrenheit 451
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lo recibió con un chorro de fuego, un solo chorro que se              Montag lo ignoraba. Cojeó por entre las  ruinas tirando
           abrió en pétalos amarillos, azules y anaranjados en torno             de su pierna maltrecha cuando le faltaba, hablando, susu­
           al perro de metal, que golpeó contra Montag y le hizo re­             rrando  y gritando  órdenes  a aquel miembro, y  maldi­
           troceder tres metros, hasta chocar contra el tronco de un             ciendo y rogándole que funcionara,  cuando tan vital re­
           árbol; pero no soltó el lanzallamas. Montag sintió que el             sultaba para él.  Oyó una serie de  personas que gritaban
           Sabueso se apoderaba de una de sus  piernas  y,  por un               en la oscuridad. Montag llegó al patio posterior y al calle­
           instante,  clavaba su aguja en ella,  antes de que el  fuego          jón.  «Beatty  -pensó-,  ahora  no  eres  un  problema.
           lanzara al Sabueso por el aire, hiciera estallar sus huesos           Siempre habías dicho: "No te enfrentes con un problema,
           de articulaciones de metal, desparramando su mecanismo                quémalo." Bueno,  ahora he hecho ambas  cosas.  Adiós,
           interior c �� o u cohete arrojado en plena calle. Montag              capitán. »
                          �
           permanec10 tendido, observando cómo el aparato se agi­                  Y se alejó cojeando por el lúgubre callejón.
           taba e el aire y moría. Incluso entonces parecía querer
                 �
           volver ¡unto a él y terminar la inyección que empezaba a
           causar  efecto en la  carne de su pierna. Montag experi­                 Cada vez que apoyaba el pie en el suelo, un puñal se
           mentó una mezcla de alivio y de horror por haber retro­               clavaba en su pierna. Y Montag pensó:  «Eres un tonto,
           cedido justo a tiempo para que sólo su pierna fuera ro­               un maldito tonto, un idiota, un maldito idiota. En buen
           zada por el parachoques de un  automóvil  que pasó a                  lío te has metido.  ¿Qué puedes hacer  ahora?  Por  culpa
           ciento cuarenta  kilómetros por hora.  Temía levantarse,              del orgullo, ¡maldita sea!, y del mal carácter. Y lo has es­
           t mía no ser capaz de volver a ponerse en pie, debido a su            tropeado todo. Apenas comienzas, vomitas sobre todos y
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           pierna anestesiada.  Un  entumecimiento dentro de otro                sobre ti mismo. Pero, todo a la vez, todo conjuntamente,
           entumecimiento, y así sucesivamente ...                               Beatty, las mujeres, Mildred, Clarisse, todo. Sin embargo,
              ¿Y ahora ... ?                                                     no hay excusa,  no hay excusa.  ¡ Un  tonto,  un  maldito
              La calle vacía, la casa totalmente quemada, los otros ho­          tonto! Ve a entregarte por propia voluntad.
           gares oscuros,  el  Sabueso allí, Beatty más allá,  los otros            »No, salvaremos lo que podamos, haremos lo que se
           tres bomberos en otro sitio.                                          deba hacer. Si hemos de arder, llevémonos a unos cuan­
              ¿ Y la salamandra ... ? Montag miró el enorme vehículo.            tos con nosotros. ¡Ea! »
           También tendría que marcharse.                                           Recordó los libros y retrocedió. Por si acaso.
                                                                                    Encontró unos  cuantos allí  donde  los había dejado,
                         �
             _ <<Bueno -p nsó-, veamos cómo estás. ¡En pie!  Con
           cmdado, con cmdado ... Así.»                                          cerca: de la verja del jardín. A Mildred, Dios la bendiga, le
              Se levantó y descubrió que sólo tenía una pierna.  La              habían pasado por alto.  Cuatro  libros estaban ocultos
           o ra p recía un t onco de árbol que arrastraba como pe­               aún, donde él los había dejado. Unas voces murmuraban
                 �
            �
                          :
           mtenc1a por  algun  pecado cometido.  Cuando  apoyó su                en la noche, y se veía el resplandor de los haces de unas
           pie en ella,  una lluvia de alfileres de plata le atravesó la         linternas. Otras salamandras hacían sonar sus motores en
           pantorrilla hasta localizarse en la rodilla.  Montag lloró.           la lejanía, y las sirenas de la Policía se abrían paso con su
           «¡Vamos!  ¡Vamos, no puedes quedarte aquí! »                          gemido a través de la ciudad.
              Las luces de algunas casas volvían a encenderse calle                 Montag cogió  los cuatro  libros  restantes y  cojeó y
           abajo,  bien  a causa de los incidentes que acababan de               saltó callejón abajo y, de repente,  le pareció como si le
           ocurrir, o debido al silencio que había seguido a la lucha.           hubiesen cortado  la cabeza y sólo su  cuerpo estuviese

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