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circulación. En la casa de enfrente había uno de estos cartelones. EL GRAN
HERMANO TE VIGILA, decían las grandes letras, mientras los sombríos
ojos miraban fijamente a los de Winston. En la calle, en línea vertical con
aquél, había otro cartel roto por un pico, que flameaba espasmódicamente
azotado por el viento, descubriendo y cubriendo alternativamente una sola
palabra: INGSOC. A lo lejos, un autogiro pasaba entre los tejados, se quedaba
un instante colgado en el aire y luego se lanzaba otra vez en un vuelo curvo.
Era de la patrulla de policía encargada de vigilar a la gente a través de los
balcones y ventanas. Sin embargo, las patrullas eran lo de menos. Lo que
importaba verdaderamente era la Polilla del Pensamiento.
A la espalda de Winston, la voz de la telepantalla seguía murmurando
datos sobre el hierro y el cumplimiento del noveno Plan Trienal. La
telepantalla recibía y transmitía simultáneamente. Cualquier sonido que
hiciera Winston superior a un susurro, era captado por el aparato. Además,
mientras permaneciera dentro del radio de visión de la placa de metal, podía
ser visto a la vez que oído. Por supuesto, no había manera de saber si le
contemplaban a uno en un momento dado. Lo único posible era figurarse la
frecuencia y el plan que empleaba la Policía del Pensamiento para controlar un
hilo privado. Incluso se concebía que los vigilaran a todos a la vez. Pero,
desde luego, podían intervenir su línea de usted cada vez que se les antojara.
Tenía usted que vivir —y en esto el hábito se convertía en un instinto— con la
seguridad de que cualquier sonido emitido por usted sería registrado y
escuchado por alguien y que, excepto en la oscuridad, todos sus movimientos
serían observados.
Winston se mantuvo de espaldas a la telepantalla. Así era más seguro;
aunque, como él sabía muy bien, incluso una espalda podía ser reveladora. A
un kilómetro de distancia, el Ministerio de la Verdad, donde trabajaba
Winston; se elevaba inmenso y blanco sobre el sombrío paisaje. «Esto es
Londres», pensó con una sensación vaga de disgusto; Londres, principal
ciudad de la Franja aérea 1, que era a su vez la tercera de las provincias más
pobladas de Oceanía. Trató de exprimirse de la memoria algún recuerdo
infantil que le dijera si Londres había sido siempre así. ¿Hubo siempre estas
vistas de decrépitas casas decimonónicas, con los costados revestidos de
madera, las ventanas tapadas con cartón, los techos remendados con planchas
de cinc acanalado y trozos sueltos de tapias de antiguos jardines? ¿Y los
lugares bombardeados, cuyos restos de yeso y cemento revoloteaban
pulverizados en el aire, y el césped amontonado, y los lugares donde las
bombas habían abierto claros de mayor extensión y habían surgido en ellos
sórdidas colonias de chozas de madera que parecían gallineros? Pero era inútil,
no podía recordar: nada le quedaba de su infancia excepto una serie de cuadros
brillantemente iluminados y sin fondo, que en su mayoría le resultaban
ininteligibles.