Page 97 - Las Chicas de alambre
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Invidentemente estaba bajo los efectos del shock.

               Pero el mal sabor de boca empezó casi inmediatamente después.
               Primero me acerqué al faro, lo fotografié, y también fotografié la isla desde su extremo
               más occidental sobre aquella elevación. Segundo pasé cerca de la casa de Noraima, para
               hacerle fotos igualmente. Temía que la mujer me viese o algo parecido, pero nada se
               movió en su interior ni en los alrededores. Usé el  tele  y, de esta forma, no tuve que
               acercarme demasiado. Por último, volví a la iglesia de Santa Ana, saqué de nuevo las
               cámaras y fotografié el templo desde todos los ángulos, la placa de la entrada, el interior,
               la estatua de la plaza y el exterior del cementerio.
               Mi trabajo más importante quedó para el final.

               Entré en el cementerio.
               El mal sabor de boca ya era general.
               No entendía mi inquietud. Había desentrañado el misterio. Por encima de la tristeza que
               me  producía  aquel  hecho, por  otra parte  lógico pese  a todo, debía  sentirme feliz,
               satisfecho, orgulloso.
               Tardé todavía unos segundos en comprender que lo que me pasaba no era un malestar por
               el final de un sueño.
               Unos segundos.
               Lo que sentía era una voz interior.

               El grito de... ¿mi instinto?
               Miré el mausoleo, las tumbas de la pequeña Eliza y de Vanessa.
               Mi instinto.
               Algo se me pasaba por alto. Algo que había visto, sentido, oído, notado. Algo.

               Como cuando ponen una imagen subliminal en una película y tú no la ves pero tu
               subconsciente sí, y tu cerebro aún más.
               Pero... ¿qué?
               ¿Qué había visto, sentido, oído, notado?
               ¿Y cuándo, dónde, cómo?
               Intenté no hacerle caso, concentrarme en el trabajo. Comencé a fotografiar la tumba, por
               delante, por detrás, en general, en detalle, cada uño de los tres nichos; pero por encima de
               todo, el de Vanessa, su placa mortuoria, las flores...
               Las flores.

               Había un detalle, y me golpeó la razón de pronto.
               Todas las flores estaban en el lado de Eliza.
               Todas.

               Ninguna en el de Vanessa.
               Fruncí el ceño.
               Había algo más. Estaba seguro. Algo más. Algo que había sucedido en casa de Noraima
               Briezen.
               Seguí disparando fotografías, dos carretes enteros para una pobre y pequeña tumba.
               También fotografié las más próximas y sus placas mortuorias, y tomé una perspectiva
               general. Fotos y más fotos, hasta que abandoné el cementerio media hora después.

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