Page 100 - Las Chicas de alambre
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infinito. Las ventanas estaban cerradas y las persianas bajadas.
               No supe qué hacer. Aunque me apostase fuera, no vería nada.

               Tenía que arriesgarme.
               Aun así, Noraima tal vez estuviese sola.
               Nada hacía indicar que...
               Entré en el jardín y cerré la cancela de madera. Si algún vecino me estaba espiando,
               llamaría a la policía, y ni mi madre desde España me sacaría del lío. Por suerte no había
               perros ni nada de eso. Caminé en dirección a la puerta, pero no llamé.
               Rodeé la casa por la izquierda. Primero no oí nada. Finalmente... una voz. —¿Cuándo
               crees que se irá?
               Y una segunda.

               —Tal vez se quede un par de días más, para hacer turismo.
               Dos mujeres.
               —Esa gente no pierde el tiempo. Se irá mañana o pasado.

               —Parecía buen chico. Se ha quedado realmente afectado.
               —Si ha hecho todo lo que te ha dicho que ha hecho...
               Me detuve frente a una ventana. Podía verse el interior de la casa. La siguiente era la de
               la cocina, pero estaba abierta y no me acerqué. Tampoco fue necesario.
               Vi a Noraima, cargada con unos platos que llevaba a la mesa.
               Contuve la respiración.
               Y después la vi a ella. Vanessa Molins Cadafalch. Simplemente Vania.

               O mejor decir ya... simplemente Vanessa.


                                                         XXXIII



               Le había preguntado a Carlos Sanromán cómo sería ella si viviese. Y él me había
               contestado:
               —Era preciosa, única. Ahora tendría treinta y cinco años, así que... La plenitud, chico. La
               plenitud. Toda una mujer.
               Y a mí se me había puesto un nudo en la garganta, porque recordé mi vieja teoría de que
               las cosas hermosas deberían existir eternamente.
               La plenitud. Toda una mujer.

               Se había quedado corto.
               La mujer que veía a través de la ventana era algo más que hermosa. Era singular.
               Ya no llevaba el cabello largo, sino corto; pero lo tenía igual de negro. Sus ojos seguían
               siendo grises, profundos; pero aquella dulce tristeza de antaño había dado paso a la
               mirada inteligente de la naturalidad y la primera madurez. Mantenía también su nariz
               recta y afilada, el  mentón  redondo, los labios carnosos pero aún más marcados y
               seductores que entonces. Y, por supuesto, aquella imagen de perenne inocencia juvenil se
               había transformado en la de una extraordinaria belleza adulta, llena de sobriedad, dotada
               de un encanto especial.

               Ya no estaba tan delgada, aunque tampoco la noté excesivamente cambiada en eso. Era


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