Page 92 - Las Chicas de alambre
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—Sé que Cyrille no podía sentir deseo, placer, que le hicieron una ablación de clítoris.
               —Bien —asintió con la cabeza—. Ya lo sabe entonces —recuperó el hilo de sus palabras
               y me aclaró—: Pero Vania era diferente —antes de seguir con su teoría de la muerte de
               Nicky Harvey—: Así que al morir Jess, su padre se volvió loco. Absolutamente loco. No
               sé cómo hizo para matar a Pleyel, de qué forma se montó su coartada, ni si la tenía. ¿Sabe
               lo más curioso? Lo sabíamos todas: Vania, yo... pero la policía ni le tocó. Ninguna
               sospecha. Sin embargo, fue así. Pleyel había iniciado a Jess y a Cyrille en el mundo de
               las drogas. Una se contagió de sida, la otra murió de una sobredosis. Palmer Hunt se
               convirtió en «la espada vengadora», «el flagelo de Dios», como quiera llamarlo. Mató a
               Pleyel. Y la muerte de Nicky le liberó de que alguien pensara, finalmente, que aquel
               chico era demasiado estúpido para tanto.
               —Pero no se liberó de sí mismo.

               —Sé que murió de cáncer —dijo Noraima—. El peso de su propia culpa lo liberó en su
               cuerpo.
               —¿Justicia divina?
               —Llámelo como quiera.
               —Así que ni usted ni Vania comentaron sus sospechas con la policía.

               —Vania ya no podía más. Se hundía. Apenas si llegó por su propio pie a la clínica dónde
               le trataron la anorexia.

               —De la cual salió recuperada.
               Me dirigió una de sus miradas capaces de atravesarme el alma.
               —No, señor periodista, no —manifestó muy despacio—. Salió, pero no recuperada.
               —¿Qué hizo entonces?

               —Traérmela aquí, conmigo.
               —¿Y después?
               Era   la   pregunta   del   millón   de   dólares.   La   pregunta   que   había   estado   frenando   y
               deteniendo en mi corazón y en mi mente. La pregunta que ahora se hacía ya inevitable.
               No la contestó.

               Siguió mirándome segundo tras segundo.
               Y me di cuenta de que me analizaba.
               —Usted no se va a dar por vencido, ¿no es cierto?
               —Sólo busco lo que le he dicho antes: la verdad.
               —Y hacerse famoso con ella.

               —Míreme a los ojos, por favor.
               —Lo he hecho desde que llegó.
               —Si es así, sabrá lo que siento. Usted es de esa clase de mujeres.

               —Está enamorado del mito, sí, ¿y qué?
               —Mañana puede aparecer otro periodista que no lo esté.
               —¿Y?
               —Nadie desaparece eternamente.
               —Durante diez años, eso no ha importado.

               —Oiga, Noraima —me volqué en mis palabras—, antes ha dicho que sólo persigo una


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