Page 88 - Las Chicas de alambre
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salí con el coche dispuesto a buscar la casa pintada de amarillo, con tejas rojas, valla
               blanca y jardín con árboles y flores. Tomé la 1 A, la carretera que desciende hacia el
               sureste, y en menos de veinte minutos me planté en San Nicolás. Luego me perdí. Entre
               San Nicolás y Seroe Colorado hay una inmensa refinería petrolífera que hay que rodear.
               Cuando por fin llegué a Seroe Colorado, vi el faro; pero no cerca, sino más bien lejos.
               Las casas, además, eran humildes y poco vistosas. Nada de pinturas amarillas y tejas
               rojas, vallas blancas o jardines.

               Pasé una hora localizando a los cuatro Briezen del pueblo y, por si acaso, también visité
               al quinto, al que había llamado la noche anterior. El resultado fue nada.

               A media mañana recorrí la isla en sentido inverso pero por el centro, para no tener que
               atravesar Oranjestad. Hacía un calor terrorífico, puro Caribe, y mucho viento. Crucé
               Santa Cruz, Tanki Flip y Noord. El faro de California era mucho más hermoso y visible
               que su primo hermano de abajo, blanco, redondo, con cuatro ventanas verticales en cada
               uno de los cuatro «lados» y una base octogonal. También en Malmok las casas eran
               mucho más ricas, señoriales, construcciones de madera, pintadas con colores alegres. Allí
               había clase, dinero. No me extrañó. Si las mejores playas, los grandes hoteles y los
               restaurantes de lujo se encontraban cerca...
               Mi corazón empezó a latir con más fuerza.
               Y diez minutos después se paralizó.
               El Briezen de Malmok, era Noraima Briezen; sólo que en la guía constaba como
               «Briezen, Hermenegildo».

               La casa.
               Fachada amarilla, tejas rojas, valla blanca, árboles, parterres de flores. Una casa cuidada,
               alegre y feliz.
               Una docena de años después de aquella carta, nada había cambiado.
               Miré el faro. Miré la playa.

               Y antes de que me acercara a la puerta para llamar, ésta se abrió, y por su quicio apareció
               ella.

               La mujer negra que había sido parte fundamental en la vida artística y personal de Vania.
               Noraima.


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               Me había visto mirar la casa, y después cruzar la valla. Esperó a que llegara a la puerta, y
               mientras yo caminaba en su dirección, me pregunté qué iba a decirle. Noraima Briezen
               tendría unos cincuenta y algunos años, aunque si ya es difícil a veces calcularle la edad a
               una persona blanca, más lo era para mí calculárselo a ella, que era negra; no mulata,
               negra. Se parecía todavía a la Noraima de aquella foto en París y a la Noraima de la foto
               de la casa de Barbara Hunt. Tenía el cabello ensortijado, ligeramente gris ya, y un cuerpo
               rotundo, firme, fuerte. Vestía un sencillo conjunto, falda larga y una blusa. Intuí calidad,
               clase. El papel ejercido junto a Vania podía ser indefinible; pero, desde luego, aquella
               mujer no había sido simplemente «una criada».
               —Buenos días —me deseó con una sonrisa.
               —Buenos días —la correspondí.



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