Page 89 - Las Chicas de alambre
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Miró mi tarjeta, y mi credencial. Si hubiera sido blanca, habría dicho aquello de que «su
               rostro palideció». No lo hizo; pero le cambió la expresión, y en sus ojos titiló un destello
               de miedo mezclado con un súbito cansancio que llegó a vencerle los hombros. Aun así,
               trató de ser fuerte y mantenerse firme.
               —¿Qué desea?
               —Hablar de Vania.

               Plegó los labios. No me miró con odio, sólo con resignación. Me devolvió mi carné de
               periodista y mi tarjeta de la revista. Siguió inmóvil en la puerta de su casa.

               —¿Porqué?
               —¿Por qué no? —dije yo.
               —Ha pasado mucho tiempo.
               —Diez años.

               Suspiró.
               —Sí, supongo que tarde o temprano tenía que...
               —¿Le importa?
               —Sí, me importa; pero usted no se irá tan sólo por eso.

               —No, claro. Y siempre es mejor que me lo cuente usted. No soy un paparazzi.
               —Ya.
               —¿Puedo pasar?
               Me lanzó una mirada final de impotencia.
               —Sí, perdone —se rindió.

               Se apartó y me franqueó el paso. Entré dentro. La casa era agradable, muy agradable.
               Carecía de lujos extremos, pero... había dinero, y bien empleado. Algunos buenos
               cuadros, algunos buenos muebles, algunos objetos de decoración exquisitos. Vi un pasillo
               con varias puertas, y una, al fondo, abierta. Daba a un taller o estudio en el que vi objetos
               de pintura y lienzos. Fue algo fugaz. No quise parecer curioso. Por si acaso, había dejado
               las cámaras en el coche. Un periodista «armado» suele infundir pánico. La gente se pone
               nerviosa.
               —¿Quiere sentarse? —me ofreció.
               Me senté en una silla y esperé a que ella hiciera lo mismo. El silencio resultaba un poco
               pesado, muy denso. Noté que en su cabeza se iniciaba una lucha feroz. Por fuera se
               revestía de calma. Por  dentro, las furias se desataban. Luego, la primera pregunta
               procedió de su lado.
               —¿Cómo me ha encontrado?

               —Fotos, postales, cartas.
               —Nunca puse esta dirección —me confirmó.
               —Pero describió la casa en una carta, y en ella también constaba su apellido.
               —La casa aún está a nombre de mi padre, que en paz descanse.

               Hermenegildo Briezen.
               —Usted siempre estuvo con Vania —mencioné—. Cuantos la conocieron, lo sabían.
               —¿Los ha visto a todos?
               —He estado con Tomás Fernández, con Carlos Sanromán, con Nando Iturralde, con
               Robert Ashcroft, con Luisa Cadafalch, con Frederick Dejonet, con Trisha Bonmarchais,

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