Page 11 - Cuentos de Amor locura y Muerte
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-El doctor Arrizabalaga  ... Cierto que no lo conoces. La  ciudad natal, disfrutados en pleno sosiego de alma, si no de
 otra es la madre de tu chica  ... Es cuñada del doctor.   cuerpo. Y he aquí que desde el segundo día perdía toda su
 Como en pos del examen, Arrizabalaga y la señora se   serenidad. Pero en cambio, ¡qué encanto!
 sonrieran francamente ante aquella exuberancia de juventud,   -¡Qué encanto! -se repetía pensando en aquel rayo de
 Nébel se creyó en el deber de saludarlos,  a lo que respondió el   luz,  flor y carne femenina que había llegado a él desde el
 terceto con jovial condescendencia.   carruaje. Se reconocía real y profundamente deslumbrado, y
 Éste fue el principio de un idilio que duró tres meses,  y   enamorado� desde luego.
 al que Nébel aportó cuanto de adoración cabía en su apasiona­  ¡  Y si ella lo quisiera!... ¿Lo querría?  Nébel, para diluci­
 da adolescencia. Mientras continuó el corso,  y en Concordia   darlo, confiaba mucho más que en el ramo de su pecho, en la
 se prolonga hasta horas increíbles, Nébel tendió incesante­  precipitación aturdida con que la joven había buscado algo
 mente su brazo hacia adelante, tan bien, que el puño de su   que darle. Evocaba claramente el brillo de sus ojos cuando lo
 camisa,  desprendido,  bailaba sobre la mano.   vio llegar corriendo, la inquieta expectativa con que lo esperó
 Al día siguiente se reprodujo la escena; y como esta vez   y, en otro orden, la morbidez del joven pecho, al tenderle la
 el corso se reanudaba de noche con batalla de flores,  Nébel   mano.
 agotó  en  un  cuarto  de  hora  cuatro  inmensas  canastas.   ¡Y  ahora,  concluido!  Ella  se  iba  al  día  siguiente  a
 Arrizabalaga  y  la señora se  reían, volviendo  la  cabeza a   Montevideo.  ¿  Qué le importaba lo  demás:  Concordia,  sus
 menudo,  y la joven no apartaba casi sus ojos de Nébel. Éste   amigos de antes, su mismo padre? Por lo menos iría con ella
 echó una mirada de desesperación a sus canastas vacías. Mas  hasta Buenos Aires.
 sobre el almohadón del surrey quedaba aún uno, un pobre   Hicieron efectivamente el  viaje juntos,  y durante él,
 ramo de siemprevlvas y jazmines del país. Nébel saltó con él   Nébel llegó al más alto grado de pasión que puede alcanzar un
 por  sobre  la  rueda del surrey, dislocóse casi un tobillo, y   romántico muchacho de dieciocho años que se siente querido.
 corriendo a la victoria,jadeante,  empapado en sudor y con el   La madre acogió el casi infantil idilio con afable complacen­
 entusiasmo a flor de ojos, tendió el ramo a la joven. Ella buscó   cia, y se reía a menudo al verlos, hablando poco, sonriendo sin
 atolondradamente otro, pero no lo tenía. Sus acompañantes se   cesar y mirándose infinitamente.
 reían.       La despedida fue breve, pues Nébel no quiso perder el
 -¡Pero, loca!  -le dijo la  madre,  señalándole el pe­  ú  I  limo vestigio,de cordura que le quedaba, cortando su carrera
 cho-. ¡Ahí tienes uno!   tras ella.
 El carruaje arrancaba al trote. Nébel, que había descen­  Ellas volverían a Concordia en el invierno, acaso una
 dido afligido del estribo, corrió y alcanzó el ramo que la joven   temporada. ¿Iría él?"¡  Oh, no volver yo!" Y mientras  Nébel se
 le tendía con el cuerpo casi fuera del coche.   alejaba despacio por el muelle, volviéndose a cada momento,
 Nébel había llegado tres días atrás de Buenos Aires,   cll  a, de pecho sobre la borda y la cabeza baja, lo  seguía con  los
 donde concluía su bachillerato. Había permanecido allá siete   ojos, mientras en la planchada los marineros levantaban los
 años,  de modo que su conocimiento de la sociedad actual de   suyos risueños a aquel idilio, y al vestido, corto aún, de la
 Concordia era mínimo.  Debía quedar aún quince días en su   licmísima novia.


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