Page 10 - Cuentos de Amor locura y Muerte
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-El doctor Arrizabalaga  ... Cierto que no lo conoces. La       ciudad natal, disfrutados en pleno sosiego de alma, si no de
          otra es la madre de tu chica  ... Es cuñada del doctor.              cuerpo. Y he aquí que desde el segundo día perdía toda su
               Como en pos del examen, Arrizabalaga y la señora se             serenidad. Pero en cambio, ¡qué encanto!
          sonrieran francamente ante aquella exuberancia de juventud,               -¡Qué encanto! -se repetía pensando en aquel rayo de
          Nébel se creyó en el deber de saludarlos,  a lo que respondió el     luz,  flor y carne femenina que había llegado a él desde el
          terceto con jovial condescendencia.                                  carruaje. Se reconocía real y profundamente deslumbrado, y
               Éste fue el principio de un idilio que duró tres meses,  y      enamorado� desde luego.
          al que Nébel aportó cuanto de adoración cabía en su apasiona­             ¡  Y si ella lo quisiera!... ¿Lo querría?  Nébel, para diluci­
          da adolescencia. Mientras continuó el corso,  y en Concordia         darlo, confiaba mucho más que en el ramo de su pecho, en la
          se prolonga hasta horas increíbles, Nébel tendió incesante­          precipitación aturdida con que la joven había buscado algo
          mente su brazo hacia adelante, tan bien, que el puño de su           que darle. Evocaba claramente el brillo de sus ojos cuando lo
          camisa,  desprendido,  bailaba sobre la mano.                        vio llegar corriendo, la inquieta expectativa con que lo esperó
               Al día siguiente se reprodujo la escena; y como esta vez        y, en otro orden, la morbidez del joven pecho, al tenderle la
          el corso se reanudaba de noche con batalla de flores,  Nébel         mano.
          agotó  en  un  cuarto  de  hora  cuatro  inmensas  canastas.              ¡Y  ahora,  concluido!  Ella  se  iba  al  día  siguiente  a
          Arrizabalaga  y  la señora se  reían, volviendo  la  cabeza a        Montevideo.  ¿  Qué le importaba lo  demás:  Concordia,  sus
          menudo,  y la joven no apartaba casi sus ojos de Nébel. Éste         amigos de antes, su mismo padre? Por lo menos iría con ella
          echó una mirada de desesperación a sus canastas vacías. Mas          hasta Buenos Aires.
          sobre el almohadón del surrey quedaba aún uno, un pobre                   Hicieron efectivamente el  viaje juntos,  y durante él,
          ramo de siemprevlvas y jazmines del país. Nébel saltó con él         Nébel llegó al más alto grado de pasión que puede alcanzar un
          por  sobre  la  rueda del surrey, dislocóse casi un tobillo, y       romántico muchacho de dieciocho años que se siente querido.
          corriendo a la victoria,jadeante,  empapado en sudor y con el        La madre acogió el casi infantil idilio con afable complacen­
          entusiasmo a flor de ojos, tendió el ramo a la joven. Ella buscó     cia, y se reía a menudo al verlos, hablando poco, sonriendo sin
          atolondradamente otro, pero no lo tenía. Sus acompañantes se         cesar y mirándose infinitamente.
          reían.                                                                    La despedida fue breve, pues Nébel no quiso perder el
               -¡Pero, loca!  -le dijo la  madre,  señalándole el pe­          ú  I  limo vestigio,de cordura que le quedaba, cortando su carrera
          cho-. ¡Ahí tienes uno!                                               tras ella.
               El carruaje arrancaba al trote. Nébel, que había descen­             Ellas volverían a Concordia en el invierno, acaso una
          dido afligido del estribo, corrió y alcanzó el ramo que la joven     temporada. ¿Iría él?"¡  Oh, no volver yo!" Y mientras  Nébel se
          le tendía con el cuerpo casi fuera del coche.                        alejaba despacio por el muelle, volviéndose a cada momento,
               Nébel había llegado tres días atrás de Buenos Aires,            cll  a, de pecho sobre la borda y la cabeza baja, lo  seguía con  los
          donde concluía su bachillerato. Había permanecido allá siete         ojos, mientras en la planchada los marineros levantaban los
          años,  de modo que su conocimiento de la sociedad actual de          suyos risueños a aquel idilio, y al vestido, corto aún, de la
          Concordia era mínimo.  Debía quedar aún quince días en su            licmísima novia.


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