Page 128 - Narraciones extraordinarias
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palmera; pero toda la isla, a excepción de ese punto occi­                    Los inviernos no son muy severos en la isla de Sullivan,
          dental, y de un espacio árido y blancuzco que bordea el                    donde encender el fuego es considerado un verdadero acon­
          mar, está cubierta de una espesa maleza de mirto oloroso,                  tecimiento. Sin embargo, a mediados de octubre de 18  ...  ,
          tan apreciado por los horticultores ingleses. El arbusto al­               hubo un día de frío notable. Aquel día, antes de la puesta
          canza allí una altura de quince o veinte pies, formando un                 del sol, me dirigí a la cabaña de mi amigo, a quien no visi­
          matorral de impenetrable espesura, que perfuma el aire con                 taba hacia varias semanas, pues, en aquel tiempo, yo vivía
          su fragancia.                                                              en Charleston, a nueve millas de la isla, y las facilidades
              En el lugar más recóndito de esa maleza, no lejos del                  para ir y volver eran bastante menos que las de hoy. Al
          extremo  oriental de la isla,  es  decir,  del más  distante,              llegar a la cabaña llamé, como era mi costumbre, y al no
          Legrand se había construido una pequeña cabaña, que ocu­                   recibir respuesta, busqué la llave donde sabía que estaba
          paba cuando nos conocimos casualmente por primera vez.                     escondida, y entré. Un hermoso fuego llameaba en el ho­
          Pronto nos convertimos en amigos, pues teníamos muchos                     gar. Era una sorpresa bastante agradable. Me quité el abri­
          intereses en común. Era un hombre educado, de una sin­                     go, me senté junto al fuego y esperé pacientemente el re­
          gular inteligencia, aunque infestado de misantropía y su­                  greso de mis anfitriones.
         jeto a perversos cambios de ánimo, alternando el entusias­                      Poco después de la caída de la tarde llegaron y me
         mo con la melancolía. Tenía muchos libros, pero rara vez                    saludaron cordialmente. Júpiter preparó unos patos silves­
         los utilizaba. Sus principales diversiones eran la caza y la                tres para la cena. Legrand se hallaba en uno de sus ataques
          pesca, o vagar a lo largo de la playa, entre los mirtos, en                -¿cómo más podría llamarlos?- de entusiasmo. Había en­
         busca de conchas o de ejemplares entomológicos; su co­                      contrado un molusco de una especie no clasificada, ade­
         lección de éstos hubiera podido suscitar la envidia de un                   más había cazado un escarabajo que creía totalmente nue­
         Swammerdamm.                                                                vo, pero respecto al cual deseaba conocer mi opinión a la
             En todas estas excursiones iba generalmente acompa­                     mañana siguiente.
         ñado de un sirviente negro, llamado Júpiter, que había sido                     -¿  Y por qué no esta noche? -pregunté-, frotando mis
         liberado de la esclavitud, pero que por su propia voluntad                  manos ante el fuego y enviando al diablo toda la especie
         no había querido despegarse de los pasos de su joven se­                    de los escarabajos.
         ñor. Quizás los parientes de Legrand, que lo consideraban                       -¡Ah, si hubiera sabido que estaba usted aquí! -dijo
         un ser trastornado, contribuyeron a infundir la obstinación                 Legrand-.  Pero hace tanto tiempo que no venía, ¿cómo
         de Júpiter, a fin de que lo vigilase y cuidase.                             adivinar que me visitaría precisamente esta noche? Cuan-


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