Page 265 - Hamlet
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Las Farsas, composiciones desatinadas, obscenas, atrevidas, perjudiciales a las buenas
                  costumbres y al honor de muchos particulares que ridiculizaban con escandalosa libertad,
                  eran, no obstante, las que más se acercaban a la Tragedia y la Comedia; por cuanto en ellas,
                  o se trataban hechos históricos, o se pintaban caracteres y costumbres, imitadas, aunque
                  mal, de la vida civil.

                       Estas eran las piezas que durante el siglo XVI se representaban en Londres, siendo
                  actores de muchas de ellas los músicos de la Capilla Real, los Coristas de S. Pablo, los
                  Frailes de S. Francisco, y los Curas y Clerecía de las Parroquias; y tal fue el estado en que
                  Shakespeare halló el teatro de su nación a fines del mismo siglo.

                       No había recibido en su educación, como ya se ha dicho, una instrucción capaz de
                  conducirle por la carrera que emprendió; y los ejemplos que veía en su patria, lejos de
                  formarle el gusto, podían solo contribuir a corrompérsele.

                       Italia era la única nación que en aquel tiempo tuviese piezas dramáticas escritas con arte,
                  habiéndose introducido allí por la imitación de las obras célebres, que nos dejó la
                  antigüedad. En España comenzaba entonces el teatro a deponer su original rudeza. Lope de
                  Vega, contemporáneo de Shakespeare, con más estudio que el Poeta inglés, menos
                  filosofía, igual talento, fácil y abundante vena, en que no tuvo semejante, enriquecía la
                  escena nacional, dando a sus fábulas enredo, viveza, interés y aparato; abriendo el paso a
                  los que le siguieron después, y fijando en el teatro español aquel carácter que le ha
                  distinguido entre los demás de Europa.

                       Pero en Inglaterra se ignoraba el mérito respectivo de los italianos y españoles, y por lo
                  que hace al teatro francés, ¿qué podría adelantar ninguno con la lectura de sus dramas
                  groseros e insípidos? Chocquet, Greban, Jodelle, Garnier, Chretien y otros de esta clase,
                  ¿qué podían enseñar a Shakespeare, aun cuando hubiera querido estudiarlos? Así fue, que
                  careciendo de principios y ejemplos, sin otra lectura que la de la Historia nacional, algunas
                  traducciones de autores latinos y algunas novelas; sin más objeto que el de dar a su
                  compañía piezas nuevas, sin otro maestro, ni otros auxilios que los de su extraordinario
                  talento, comenzó a escribir, y apenas se vieron sus obras en el teatro, cuando, a pesar de los
                  muchos defectos de ellas, su interés y el aplauso del público le estimularon a seguir
                  adelante.

                       Y ¿cómo era posible que no incurriese en descuidos los más absurdos un escritor que
                  ignoraba absolutamente el arte? Con paz sea dicho de aquella nación que enamorada de las
                  muchas bellezas de este autor, no sufre tal vez en el entusiasmo de su pasión que la crítica
                  imparcial le examine y rebaje mucho de los elogios que a manos llenas le prodigan sus
                  panegiristas.

                       Shakespeare no supo componer una buena fábula dramática; obra difícil, por cierto, en
                  que nada se admite inútil, nada repetido, nada inoportuno, donde se exige la más prudente
                  economía en los personajes, en las situaciones, en los ornatos y episodios. Trama urdida sin
                  violencia ni confusión, caracteres imitados con maestría de la naturaleza, costumbres
                  nacionales, sentencia, pureza, elegancia y facilidad en el lenguaje y en el estilo, agitación
                  de afectos, accidentes imprevistos, éxito dudoso, progreso rápido, desenlace pronto y
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