Page 261 - Hamlet
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e inútiles, indignos de mezclarse entre los grandes intereses y afectos que en ella se
                  presentan. Vuelve tal vez a levantarse, y adquiere toda la agitación y movimiento trágico
                  que la convienen, para caer después y mudar repentinamente de carácter; haciendo que
                  aquellas pasiones terribles, dignas del coturno de Sófocles, cesen y den lugar a los diálogos
                  más groseros, capaces sólo de excitar la risa de un populacho vinoso y soez. Llega el
                  desenlace donde se complican sin necesidad los nudos, y el autor los rompe de una vez, no
                  los desata, amontonando circunstancias inverosímiles que destruyen toda ilusión. Y ya
                  desnudo el puñal de Melpómene, le baña en sangre inocente y culpada; divide el interés y
                  hace dudosa la existencia de una providencia justa, al ver sacrificados a sus venganzas en
                  horrenda catástrofe, el amor incestuoso y el puro y filial, la amistad fiel, la tiranía, la
                  adulación, la perfidia y la sinceridad generosa y noble. Todo es culpa; todo se confunde en
                  igual destrozo.

                       Tal es en compendio la Tragedia de Hamlet, y tal era el carácter dramático de
                  Shakespeare. Si el traductor ha sabido desempeñar la obligación que se impuso de
                  presentarle como es en sí, no añadiéndole defectos, ni disimulando los que halló en su obra,
                  los inteligentes deberán juzgarlo. Baste decir que, para traducirla bien, no es suficiente
                  poseer el idioma en que se escribió, ni conocer la alteración que en él ha causado el espacio
                  de dos siglos; sin identificarse con la índole poética del autor, seguirle en sus raptos,
                  precipitarse con él en sus caídas, adivinar sus misterios, dar a las voces y frases
                  arbitrariamente combinadas por él la misma fuerza y expresión que él quiso que tuvieran, y
                  hacer hablar en castizo español a un extranjero, cuyo estilo, unas veces fácil y suave, otras
                  enérgico y sublime, otras desaliñado y torpe, otras oscuro, ampuloso y redundante, no
                  parece producción de una misma pluma; a un escritor, en fin, que ha fatigado el estudio de
                  muchos literatos de su nación, empeñados en ilustrar y explicar sus obras; lo cual, en
                  opinión de ellos mismos, no se ha logrado todavía como era menester.

                       Si estas consideraciones deberían haber contenido al traductor y hacerle desistir de una
                  empresa tan superior a su talento, le animó por otra parte el deseo de presentar al público
                  español una de las mejores piezas del más celebrado trágico inglés, viendo que entre
                  nosotros no se tiene todavía la menor idea de los espectáculos dramáticos de aquella
                  nación, ni del mérito de sus autores. Otros, quizás, le seguirán en esta empresa y fácilmente
                  podrán oscurecer sus primeros ensayos; pero entretanto no desconfía de que sus defectos
                  hallarán alguna indulgencia de parte de aquellos, en quienes se reúnan los conocimientos y
                  el estudio necesarios para juzgarle.

                       Ni halló tampoco en las traducciones que los extranjeros han hecho de esta Tragedia, el
                  auxilio que debió esperar. Mr. Laplace imprimió en francés una traducción de las obras de
                  Shakespeare, que a pesar de sus defectos, no dejó de merecer aceptación; hasta que Mr.
                  Letourneur publicó la suya, que es sin duda muy superior a la primera. Este literato poseía
                  perfectamente el idioma inglés, y hallándose con toda la inteligencia que era menester para
                  entender el original, pudiera haber hecho una traducción fiel y perfecta; pero no quiso
                  hacerlo.

                       Había en su tiempo en Francia dos partidos muy poderosos, que mantenían guerra
                  literaria y dividían las opiniones de la multitud. Voltaire apasionado del gran mérito de
                  Racine, profesaba su escuela, se esforzó cuanto pudo por imitarle, en las muchas obras que
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